OPINION DE JORGE RACHID Imprimir
Escrito por Jorge Rachid   
Jueves, 26 de Agosto de 2010 23:51

                      UNA CUESTION DE PRINCIPIOS

Alterar el orden existente siempre conlleva riesgos y luchas, pero no hacerlo es apagar los sueños y enterrar las utopías más queridas. O acaso alguien ¿puede desconocer la libertad y el derecho que tiene cualquier habitante de nuestro país, desde la elección sexual hasta su lugar para vivir?
Ha pasado un nuevo episodio de confrontación política con motivo de la ley de igualdad de derechos para todos los habitantes del país. Esto que parece una verdad de perogrullo, fue sin embargo motivo de fuertes controversias que responden a miradas ideológicas, siempre ocultas, antes que a afirmaciones racionales.
O acaso alguien ¿puede desconocer la libertad y el derecho que tiene cualquier habitante de nuestro país, desde la elección sexual hasta su lugar para vivir? La sola pregunta asusta porque pone en primer plano, cómo cuesta desplazar culturalmente, de nosotros mismos, los tiempos represivos, invasores de nuestra privacidad, marcadores de nuestras vidas, enterradores de nuestras ilusiones, después de haber vivido por años –angustiados hasta la extorsión– con culpas e inseguridades diseminadas por diferentes factores de poder, desde religiosos a políticos.
Decía Hegel –en una construcción intelectual impecable– que “la filosofía es la historia con conceptos” y en esos conceptos tienen firme anclaje la mirada del mundo, de la vida y de las cosas, que marca la concepción de cada uno, que no es sólo la moral, ni la religiosa, aunque pueden serlo en parte, pero sin dudas, no son ni pueden serlo, la única pauta que determina esa concepción de la historia, es decir la ideología.
La historia la escriben los pueblos en su necesidad de construir un destino común: van articulando desde pautas culturales hasta códigos no escritos, complicidades simples de la vida cotidiana hasta desafíos soberanos, elaborando nuevos paradigmas que demuestran avances de la conciencia colectiva.
Quienes quieren personalizar, encarnar estas situaciones, desvirtúan los contenidos profundos de las realizaciones que se van dando, en esos caminos que se van abriendo a veces en una búsqueda constante que le da riqueza y reconstruyendo en otros momentos los abandonados por prácticas neoliberales, soportando situaciones difíciles y superándolas, con esfuerzo y sacrificio. Así se va construyendo en el seno de la comunidad organizada, desde la solidaridad, de a poco, el futuro.
Si fuese sólo un hecho electoral esa construcción, estaríamos clausurando el futuro, cerrando nuestra perspectiva como pueblo, mirando por el ojo de la cerradura nuestra propia historia y desalojando de nuestra sociedad los valores que nos han hecho argentinos, solidarios, cabrones, trabajadores, gritones, por momentos prepotentes, agrandados, queribles y entrañables cuando estamos lejos.
Son nuestras pautas, costumbres, tiempos, desarrollados a través de nuestra construcción social que tiene mil rostros pero camina en pos de un país que supo atravesar momentos duros y críticos. Si no, no se explican los innumerables comedores solidarios a lo largo y ancho del país en plena crisis del 2001, ni las cooperativas de trabajadores, ni los recicladores de residuos, ni las fábricas recuperadas, ni el esfuerzo de los trabajadores hospitalarios de la salud y ni la de los maestros, apuntalando sus vidas y las de los demás en condiciones extremas.
Todo un ejemplo de vida que supo brindar nuestro pueblo, más allá de actos electorales donde la elección siempre es una opción, hasta el momento en que la política se reinstale como eje de discusión y de construcción de un nuevo modelo social.
Se está logrando en este tiempo, volver a discutir ejes políticos a partir de transparentar temas pendientes, escondidos bajo la alfombra por décadas, sin hipocresías ni máscaras, sin preconceptos ni arcaísmos mucho menos religiosos propios del derecho canónico, pero escasos para el desarrollo social de un pueblo, sobre los cuales se deberá seguir avanzando, como la violencia familiar, el maltrato laboral, el aborto, las muertes de las madres niñas, los derechos de los niños y los ancianos, las leyes laborales y tantos temas más.
Hace pocos años –5 a 6 décadas atrás– se discutían los derechos de la mujer a tener documento y posibilidad de votar, porque las mujeres estaban invisibilizadas y postergadas socialmente, maltratadas y humilladas.
Cuando se discutió y se aprobó el divorcio se lo tomó como una de las causas para bombardear a nuestro pueblo en Plaza de Mayo en 1955, en nombre de la libertad y la democracia.
¿Se imaginan actualmente la sociedad sin divorcio?
¿Podrían convivir con semejante oscurantismo?
Sin embargo pareciera que los pueblos necesitan tutores, los pobres necesitan que les expliquen las leyes, lo que pueden y no pueden hacer con sus vidas privadas, mientras otros sectores sociales muestran impúdicamente sus miserias más profundas como forma de diversión y entretenimiento.
En nombre de supuestas leyes naturales y del orden cósmico se pretenden imponer pautas reñidas con la libertad y los derechos humanos más simples. Se invocan grandes apotegmas para definir el bien y el mal como si estos preexistiesen y fuesen incólumes. Es más: se tolerarían ciertas cosas si no fuesen públicas, pero en cuanto son puestas a consideración de nuestros compatriotas son estigmatizadas, con crispaciones demoníacas.
Por eso definirse por los principios siempre es costoso, en especial si esos principios tienen que ver con la libertad plena de nuestro pueblo. Quienes estamos convencidos que los contratos sociales los escriben los pueblos y los ejecutan los gobernantes, debemos saber que todo tema de discusión debe ser llevado adelante –con o sin confrontación,– logrando dentro de su concreción la máxima persuación, pero sin cejar en el derecho de romper los límites impuestos por el poder que aconseja no mover nada, adaptarse a lo existente, mantener el “statu quo” donde algo cambie para que nada cambie, según los intereses dominantes.
Alterar el orden existente siempre conlleva riesgos y luchas, pero no hacerlo es apagar los sueños y enterrar las utopías más queridas.
El pueblo nunca pierde las esperanzas; siempre conserva una cuota de alegría y buena onda, siempre se le pide, desde el poder, un esfuerzo más. Por eso los dirigentes no pueden defraudarlos y mucho menos bajar los brazos o lo que es peor aún, perder los principios por los cuales llegaron a donde están.
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