Una nota imperdible, producida por la Paco Urondo
El autor reflexiona sobre la aparición mediática del máximo referente
de la agrupación juvenil La Cámpora. ¿Qué significa esa aparición?
Por Damián Selci
El periodismo local es raro. Se permite redactar el enésimo texto
descontracturado sobre la nueva foto de Francisco, el reciente papel de
Cate Blanchett, la última intentona de Massa por arruinar la mente de la
población o la inesperada muerte de Ricardo Fort (no es preciso gastar
dinero para vérselas con estas coloridas producciones ensayísticas; los
blogueros las escriben gratis). Pero no levanta la perdiz cuando ocurre
un auténtico hecho periodístico: por ejemplo, las declaraciones de
Máximo Kirchner recopiladas en el libro Fuerza propia.
La Cámpora por dentro,
de Sandra Russo, aparecido hace pocos días por Editorial Debate. Desde
el punto de vista del ejercicio del periodismo profesional, el tema
reviste interés de por sí: Máximo es el hijo de dos presidentes (Russo
acierta en dar esta caracterización “de mínima”) y nunca había hablado
ante la prensa. En una definición más amplia, el interés se incrementa:
Máximo es miembro fundador de La Cámpora, poderosa organización política
cuya estructura roza los treinta mil militantes, en su mayoría jóvenes.
Pero notablemente, los analistas políticos no le dedicaron ninguna
atención al asunto. Apenas puede mencionarse una muy ansiosa columna del
devaluado Pagni, en la que traduce directamente la entrevista a Máximo
como un mero intento de instalación electoral. Quizás este silencio se
deba a que tomar las definiciones de Máximo como algo tan digno de
pensamiento como el éxito de Breaking Bad o los modales
austeros del Papa conduciría a reconocer lo irreconocible: que La
Cámpora constituye un fenómeno político y generacional muy relevante,
que excede por todas partes la demonización criminal de los medios
profesionales y la descalificación satírica de la prensa amateur, y que
por consiguiente merece un lugar destacado y legítimo dentro de la
cultura argentina contemporánea.
Al grano. Según cuenta Russo, Máximo Kirchner brinda dos entrevistas,
que pueden encontrarse en el segundo y el último capítulo del libro.
Dos cosas llaman la atención en la transcripción de sus palabras: el
registro en que se expresa y la inmensa cantidad de definiciones
políticas. En términos estilísticos, Máximo Kirchner no recurre sino
excepcionalmente a los términos comunes del discurso kirchnerista. Las
expresiones “modelo nacional y popular”, “década ganada” y similares
aparecen de manera sumamente esporádica. Casi no pronuncia consignas ni
frases hechas. Expone los razonamientos con un estilo oral (“Ahí ya
había un Néstor más suelto”, “Los veo muy de ir con lo propio”) pero lo
combina con giros de sintaxis más compleja (“Ojalá también haya sectores
que se decidan a abandonar la comodidad de la queja y se animen a la
dificultad de la construcción”) y algunos términos de raíz teórica (por
ejemplo, en alguna ocasión dice “fuerza de trabajo” y no simplemente
“trabajadores”). Por otro lado, como destaca Russo en un par de
ocasiones, Máximo recurre poco al pronombre “yo” y bastante a la forma
impersonal “uno” (“Mi generación votaba a Clemente o la mortadela.
Metían dibujitos en los sobres. Uno miraba asombrado todo eso”); lo
único que debe añadirse a esta observación es que el Indio Solari suele
expresarse en forma muy parecida[1],
lo cual tiene sentido, además, por el hecho de que Máximo Kirchner no
pretende que sus palabras sean tomadas como la manifestación de un
individuo con tales y tales características, sino como el discurso de un
militante de una organización colectiva. Por ello el pensamiento tiene
que colectivizarse, y también el estilo. Este rasgo es definitorio en un
militante: la pretensión de que su pensamiento sea algo más que su
propio pensamiento, es decir, que la expresión de las ideas tenga la
generosidad suficiente de incluir de entrada a los demás. Hay una enorme
dosis de esperanza histórica en esta manera de hablar –la esperanza de
sacarse la mentalidad burguesa de encima, de librarse de la propia
psicología privada para adquirir lo contrario, que es justamente lo que
podemos llamar “conciencia” propiamente política o subjetividad
histórica. Hablando de batalla cultural, este vendría a ser el deseo
brechtiano del militante, la expectativa superior de la solidaridad, una
apuesta ante la época y ante los otros. Se puede tener una vida
no-individual.
En segundo lugar, Máximo Kirchner produce una significativa cantidad
de definiciones políticas. Mejor dicho: definiciones ideológicas –es
decir, que rebasan la agenda y apuntan al horizonte cultural. Citemos un
párrafo corto: “Hay dos calidades de vida. La de puertas adentro,
bueno, podés tener tu casa, tu tele, tu equipo de música, tu auto, cama,
morfi, ¿qué más? ¿Y afuera qué pasa? Afuera vas a salir en algún
momento, porque la vida no transcurre entre cuatro paredes. Y si no
salís vos, salen tus seres queridos. El afuera te tiene que interesar sí
o sí. Pero no desde el miedo, sino desde la acción.” La habilidad de
este razonamiento estriba en que, incluso partiendo de las premisas de la sociedad de consumo (donde la “calidad de vida” y el consumo elevado aparecen como valores principales), es posible hacer una crítica del individualismo, la indiferencia, la apatía y sus sinónimos:
como resulta obvio para cualquiera, se puede tener gran “calidad de
vida privada” (mediante toda una serie de objetos de consumo) y una muy
mala “calidad de vida pública”, que es la vida que compartimos con el
resto de la sociedad.
Y que, en efecto, empieza en la calle. Los sectores acomodados
pretenden clausurar la existencia del afuera, la “calidad de vida
pública”, yéndose vivir en barrios cerrados, pero esta solución es por
definición efímera y a la larga imposible –de algún modo, y
necesariamente, el afuera se mete en nuestras vidas (de la peor forma
cuanto más lo negamos). Por eso hay que interesarse en el afuera. Pero
“no desde el miedo, sino desde la acción”. La aclaración apunta
obviamente a la cuestión de la “inseguridad”: lo que de hecho ocurre no
es que la gente no se preocupe en lo más mínimo por la sociedad donde
vive, sino que el canal de contacto que tiene con la realidad es (a
veces de forma excluyente) la “inseguridad”. Y no se trata simplemente
de que los medios de comunicación se comporten como una fuerza de
ocupación extranjera, y usen la inseguridad como un arma de terrorismo
psicológico contra su propia población –es peor, todo sucede como si la inseguridad “en sí misma” se hubiese vuelto un medio de comunicación de masas,
un “tema de conversación constante” en los barrios, en el trabajo, en
la mesa familiar (en el mismo sentido en que Theodor Adorno decía que,
para la Alemania nazi, el antisemitismo se había vuelto un medio de
comunicación hegemónico, la forma por excelencia de relacionarse con los
demás). Por esta razón, la política no es simplemente el interés
profesional de algunas personas denominadas “militantes”, sino que
configura un tipo de relación social activa con respecto a la realidad. Y entonces es lo contrario del miedo.
Pensar el pos-2001
Otro rasgo de las definiciones de Máximo Kirchner está dado por el
modo en que, sin grandilocuencia y a veces como al pasar, da una vuelta
de tuerca a algunas construcciones que forman parte del sentido común
cultural pos-2001. En un momento viene hablando del escepticismo
reinante en la época de la caída del Muro y el éxito de Fukuyama, y
dice: “De pronto volvió la política, que tampoco hay que santificar”.
Quedaríamos demasiado sorprendidos, casi al borde de la incomprensión,
si no nos preguntáramos: ¿quiénes sí santifican la política? La
respuesta es simple: nuestros numerosos analistas políticos, a quienes
la política les interesa como un tema en sí mismo, y no en relación a un
objetivo o como instrumento práctico de una ideología –es decir, con
independencia de la vida (con lo cual siguen reproduciendo la
diferencia neoliberal entre la praxis política y la existencia
cotidiana, entre “los políticos” y “la gente”).
El espectro llamado “poskirchnerismo” se basa efectivamente en una
santificación: la política cae fuera de sus manos y se convierte en
objeto de la contemplación y la exégesis, en algo que definitivamente
hacen otros, “otros” que se definen por una opacidad esencial, cuya
moralidad ha de ser forzosamente distinta a la de nosotros mortales.
Este idealismo, o esta teología, permite que personajes desabridos y
carentes de historicidad como Alberto Fernández, Frank Underwood o
Dámaso Larraburu aparezcan revestidos con un aura de sublimidad. Pero no
son sublimes. Los personajes históricos, es decir interesantes, son
Bolívar, Perón, Kirchner, los desaparecidos, o sea, algo más y algo
diferente a un operador con habilidades para la intriga. La historia
empieza afuera, cuando aparecen los demás.
La lucha política es una lucha de y por la conciencia –resulta
lógico, por consiguiente, que el triunfo provenga de la desmoralización
del oponente, y que nada sea más importante que conservar la propia
moral. Máximo Kirchner dice, sobre los años 90: “Se cayó el muro,
apareció Fukuyama, no hubo más discusión, no hubo más ideología. En
todos los lugares nos decían: muchachos, llegaron tarde. Antes eran los
medios, ahora son las redes” (subrayado nuestro). Como sabemos,
el kirchnerismo es objeto constante de discusión en las redes sociales;
flamantes ex-kirchneristas invierten una suculenta dosis de su
inteligencia para hostigar la moral de la juventud organizada y
especialmente de La Cámpora, mediante el simple expediente de
considerar, a los jóvenes militantes, como unos estúpidos, unos ilusos
que llegaron tarde al kirchnerismo (porque lo hicieron después de la
125) y se perdieron “el origen nestorista”, por lo cual serían
“kirchneristas del minuto 45 del segundo tiempo” que confunden el hedor
cadavérico de una gestión reformista con la fragancia primaveral de un
gobierno revolucionario, etc. Por ende, la precisión “antes los medios,
ahora las redes” es útil; se trata de descalificaciones distintas, que
operan en conjunto formando una tenaza esquizofrénica. Lo normal en
Argentina.
Los medios hegemónicos impugnan a La Cámpora con agudezas del estilo
“tienen contratos”, “son autoritarios”, “son vagos”. Es decir, desde la
moralina hueca y escandalizada de la prototípica Señora Gorda de
Caballito: La Cámpora es algo peligroso, porque tiene poder. Los
poskirchneristas con fuerte arraigo en las redes sociales, al contrario,
no podrían escandalizarse, porque eso denota falta de conocimiento o expertise,
algo que precisamente debería sobrarles, y por consiguiente sermonean
desde el cinismo: “pobres chicos ilusos sobreideologizados”, “no se dan
cuenta que tienen mucho que aprender de la territorialidad del PJ”, “no
entienden la realpolitik del adn histórico peronista”, “Amondarain
Vuelve”.
En otras palabras: La Cámpora es algo inocuo, inane, inofensivo,
porque no sabe lo que es el verdadero poder. Esta última acusación
parece más preocupante, no debido a su irrisorio contenido sino porque,
una vez minada la credibilidad de los medios, queda todavía la
credibilidad de las redes –los jóvenes siempre buscarán la
contracultura, sea real o fingida: las redes sociales se han provisto de
un halo de recital ochentista en Cemento, de “fenómeno de época”, y por
eso tienen más poder de llegada que el obviamente inaudible Alfredo
Casero, por decir alguien.
Conducción garantizada
Y los poskirchneristas, que se desempeñan en las redes sociales y el
periodismo jocoso que de ellas emana, tienen la clara función
político-cultural de desanimar a la juventud, transmitirle escepticismo,
ironía, humor ácido, descreimiento, en fin, desorganizarla
dándole una pócima que parece adecuada para beber antes de ofrecerse
como notero de “Caiga Quien Caiga” (ese antiquísimo programa que, según
parece, aún existe, quizá para anunciarnos la urgencia de crear un Museo
del Neoliberalismo en donde se eduque a la población sobre la toxicidad
intelectual de aquella chatarra). En realidad, y para decirlo con toda
la llaneza posible, quizá hoy existan básicamente dos formatos de
expresión cultural joven, las redes y la organización
–en las redes, cada quien dice públicamente lo que se le antoja, porque
es un personaje individual y sus declaraciones sólo lo comprometen a él,
mientras en la organización cada uno debe decir “públicamente” lo que piensa el colectivo, porque lo que dice uno compromete a todos.
Claro que la participación simultánea en estos formatos no es
excluyente, pero sí lo son las lógicas que suponen: de nuestra boca
puede salir o bien la palabra de uno, o bien la palabra de muchos. La
conclusión de esto es que el lenguaje de las organizaciones
está más cargado de sentido que el lenguaje de las redes –digamos que
“pesa más”, porque incluye los sentimientos, las experiencias y los
deseos de muchas personas, y este peso superior es lo que llamamos seriedad (la
cual de ningún modo excluye el humor, dado que simplemente consiste en
esto: que a todo el mundo le quede claro cómo pensamos). Contra esta
actitud, la chisporroteante verbosidad de la juventud “ácida” y su realpolitik
de café sólo puede parecernos un viejo defecto civilizatorio que se
resiste a desaparecer. Francamente: no se entiende cuál pueda ser la
novedad del cinismo. Máximo Kirchner dice: de eso pudimos librarnos, de
“el cinismo, de la ironía, venimos de creer que ser divertido era lo
mejor que te podía pasar”. Agrega en otro momento: “el escepticismo no
sirve para avanzar y construir”. Es simple: para construir, hay que
tener ánimo. En otras palabras, el cinismo es el principal enemigo, no
de los idealistas, sino de la organización. Y sin organización,
la política se convierte en un ballet de operadores entreverados con
agentes de prensa, algo fácil de filmar porque no requiere de demasiados
actores[2].
Las definiciones de Máximo Kirchner son, como se puede notar,
mayormente político-culturales, y tienen un perfil generacional nítido.
Por supuesto, como ya se ha notado, Máximo toca varios temas de agenda
(desde Massa hasta la reforma constitucional), pero tal vez lo crucial
pase por otro lado: cómo es Argentina, cómo son los jóvenes, qué podemos
verosímilmente hacer entre todos. En el vértigo de la discusión
política nacional, es notable la tranquilidad que transmiten
sus razonamientos. La cuestión de fondo no radica en la presunta
urgencia de definir la candidatura kirchnerista para el 2015. “Diez años
no es nada”. Tiene sentido: diez años puede ser mucho para un dirigente
político de 60 años, pero no para uno de 35, y menos para un militante
de 15. De por sí, el bajo promedio de edad de los militantes de La
Cámpora representa un dato político demoledor. Todo lo demás palidece
ante esto –la clase política argentina, las dirigencias empresariales y
sindicales, se van a tener que acostumbrar a coexistir con La Cámpora.
“Cristina conduce un proyecto político y ha generado prole”, agrega.
La política, muchas veces, es una lucha de resistencia, donde la
biología juega un rol difícil de menospreciar. Máximo Kirchner, al igual
que los otros miembros de la conducción de La Cámpora, tiene menos de
40 años y la sofisticación suficiente como para hablarle de igual a
igual a los jóvenes argentinos contemporáneos. Habla de Cromañón, del
Indio Solari, de que uno puede tomarse una cerveza en la esquina, “lo
importante es que esa esquina no sea toda su vida”. Se refiere a Naomi
Klein, a las contradicciones que deben asumirse en todo armado político
transformador[3],
al cambio de perspectiva sobre la cuestión del poder, a un núcleo de
experiencias comunes para alguien que nació a finales del siglo XX. Y
las explica, las politiza. Por eso, hay muchos jóvenes muy entusiasmados
con lo que dijo. No solamente entre los militantes. La conducción está
garantizada.
[1]
Un ejemplo entre miles: “En general siempre fui de componer, digo,
porque cuando uno domina pocos acordes es mejor componer que buscar los
acordes de alguien conocido, entonces siempre fui más de hacer canciones
para las pibas, cuando uno tenía cierto interés le hacia alguna canción
de amor y a veces uno ganaba con eso” (entrevista al Indio Solari, ver
http://redonditosdeabajo.com.ar/secciones/varios/nota_indio/index.html).
[2]
Hay otra cosa más. Los maestros de la alta política de las redes
sociales deberían entender que satirizar el compromiso juvenil en
Argentina es algo totalmente falto de… cómo decirlo… “tacto”. En nuestro
país, una dictadura desapareció a 30 mil personas, en su gran mayoría
menores de 25 años. La reaparición de este actor político es
inobjetablemente un signo de salud social. Se puede tener toda clase de
diferencias con el ideario concreto de la juventud, pero burlarse de su
existencia constituye una tontería de mal gusto.
[3]
La frase textual de Máximo Kirchner es “Los armados suficientemente
grandes como para modificar la realidad incluyen las contradicciones”.
Para comprenderla a fondo podemos remitirnos a Hegel: como la realidad
“en sí misma” es contradictoria, la mejor prueba de que nuestro
pensamiento –o nuestro armado político– llegue efectivamente a la
realidad (y no se queda en la simple retórica) la brinda el hecho de que
incluye las contradicciones de la realidad “en sí mismo”. En
otras palabras, un armado político que no tiene contradicciones,
totalmente “puro”, tampoco tiene realidad, y por ende jamás llega a la práctica, o sea, no puede transformar nada.
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