Generando cambio

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Escrito por Agencia Paco Urondo, Especial para Nuevo Paìs   
Martes, 07 de Enero de 2014 21:31

Diego Sztulwark (investigador, docente y miembro del Colectivo Situaciones) discute los planteos que Foster realizó en su artículo del domingo en Página/12. El caso Milani, el papel de los intelectuales y la izquierda kirchnerista.

http://elsolonline.com/archivos/imagenes/2013/04/forster_2683510-240.jpg Por Diego Sztulwark

El filósofo de Carta Abierta, Ricardo Forster, escribe hoy un artículo en Página/12 (ver nota) en el que anuncia su posición en el debate abierto por el ascenso del General Milani, jefe del ejército, acusado de participar en crímenes durante la última dictadura. Su texto es ejemplar por muchas razones. Resalta la complejidad de la situación, retoma la historia de los intelectuales críticos -grupo al que pertenecía hasta la sorpresiva activación del llamado a la política de estado luego del año 2008- y plantea de un modo abierto el dilema de lo que podríamos llamar la izquierda kirchnerista: confiar en la fuerza y sapiencia de Cristina o tomar posición autónoma frente a las diversas coyunturas de acuerdo a sus propias fuerzas y percepciones, lugar que Forster considera menor y peligroso.
No forzamos las cosas si desde el comienzo entendemos que los dardos de Forster se dirigen a los dos Horacios que valorando positivamente el período político que se abre en 2003 se pronunciaron críticamente en diversas oportunidades en relación con políticas oficiales. Esos mismos Horacios, casi en solitario, argumentaron públicamente contra el apoyo a Francisco y ahora vuelven a coincidir, desde lugares diferentes, en el rechazo del ascenso de Milani. El propio Forster no oculta cuáles son sus blancos. González, también miembro de Carta Abierta, es sancionado de modo explícito al modo en que se le marcan la falta a un chico que no entiende, o a un escritor veleidoso; y Verbitsky, presidente del CELS, es confinado al mundo de las ONGs, en el cual dominan los reglamentos y principios antes que al realismo político.

La conclusión a que llega la densa retórica del autor es que el caso Milani no es tan central como para romper armas con el gobierno, a cuya principal referente se encomienda en términos personales.

El asunto Milani es complejo, en efecto, aunque es a su modo también, bastante sencillo: el ejército argentino es desde hace un tiempo considerable un organismo estatal de creación de una nación cristiana y blanca concebido para la represión interna de diversas insubordinaciones populares. Su papel en guerras internacionales ha sido triste, y desde hace dos siglos que no juega papel alguno en procesos de liberación. Es evidente, y hay mucha investigación acumulada al respecto, que las fuerzas armadas han actuado como institución en la represión, y por tanto no es de extrañar que sus cuadros estén todos comprometidos en aquel proceso histórico fascista.
En el contexto actual, en el que muchos gobiernos de la región ostentan singulares rasgos democráticos y populares, se hace necesario neutralizar el papel golpista que durante el siglo XX jugaron los militares, al tiempo que se asiste a fenómenos anómalos como es la emergencia de militares que desobedecen los dictados del Imperio, como sucedió con la paradigmática figura de Chávez. De algún modo el General Milani expresa, para buena parte del kirchnerismo, algo parecido a una figura democrática, sino chavista, en la medida en que se pronuncia como dispuesto a defender al actual gobierno.
Lo que pide Forster, asumiendo en su enunciación el realismo político que por izquierda se instituye para defender al actual gobierno, no se comprende sino a esta luz. Y justamente por esta pretensión, que consiste en hacer de la política una defensa realista de la política oficial, incluso contra las críticas que provienen de sus mismos simpatizantes, es que el texto ofrece la oportunidad de juzgar ya no sólo la posición a adoptar frente al General Milani (sobre quien pesan sospechas de participar en el genocidio, y de hacer actualmente inteligencia interna), sino en general la trama de esta posición subjetiva que emergió, como recuerda el autor, hace unos pocos años.
Se trata de una posición que de modo confeso vive en la sorpresa y la perplejidad del cambio político ocurrido en el país en el 2003 (y sólo como concesión, a partir del 2001). Esa sorpresa surge del hecho de que, como el mismo Forster ha argumentado más de una vez, muchos de los actuales defensores de las políticas oficiales que se ofrecen como “soldados” del “proyecto” vivían extraviados desde el punto de vista de la militancia política en una época extremadamente intensa en términos de resistencias populares al neoliberalismo. La ausencia de una elaboración propia de la riqueza de este proceso es lo que deja al autor en un estado permanente de doble sorpresa. De pronto Néstor dio vueltas el país, y encima dio al autor de las notas y a otros tantos un nivel de protagonismo con el que no habían siquiera soñado. La filosofía del acontecimiento, combinada con citas eruditas al mesianismo teológico-político, revierte así en un estado permanente de gracia. No se entiende cómo se llegó al estado actual, qué juego de fuerzas protagonizaron la impugnación del neoliberalismo, ni mucho menos se alcanza a desentrañar las trampas y los límites en que pueda caer el gobierno nacional. Plantear siquiera que esto pudiera suceder es aproximarse excesivamente a una posición de herejía, al borde del herem.
La renuncia a leer la política a partir de fuerzas sociales, de autonomías y coaliciones no es exclusiva de Forster. Buena parte de la juventud y la intelectualidad kirchnerista militante se comporta de modo vergonzoso sino vil al renunciar a decir en público lo que expresan en privado y al ofrecerse en la escena pública –sobre todo entendida como mediática- bajo un estilo de militancia completamente des-historizado: por mucho que la guerra popular lo reclame, la emancipación no precisa de soldados sino, en todo caso, de un protagonismo militantes crítico, comprometido con procesos populares y capaces de plantear por cuenta propia, incluso con desenfado, los problemas y las discusiones que las situaciones ameritan.
Dos situaciones recientes muestran la toxicidad de estas posiciones. No hace aun un año de que el movimiento que tomó las calles de varias ciudades de Brasil con un pliegue bien variado y hasta contradictorio de demandas –entre ellas varias referidas al transporte público, y al rechazo a las alianzas derechistas del PT, así como la subsunción al gobierno de la FIFA- fue condenado por la llamada izquierda kirchnerista por aquello de que en este período de gobiernos progresistas todo criterio popular y democrático debe subordinarse a la “defensa”. Este hobbesianismo rosado, que tiembla de miedo ante cualquier manifestación autónoma de los impulsos populares,  se convierte de a poco en uno de los mayores bloqueos para radicalizar los procesos en curso en sentido positivo.
Y más recientemente, el diciembre caliente, en el que acuartelamientos policiales y grupos llamados “narcos” escenificaron una intentona de desestabilización desde abajo, mostrando la debilidad en la que han quedado las organizaciones sociales en los territorios luego de una década de activación económica en la cual la distribución de dinero no fue para nada un equivalente a una real apropiación popular de la riqueza. El patetismo de la posición oficial frente a las policías –bastante más temibles hoy que las propias fuerzas armadas- y grupos organizados es el correlato de la falta de diagnósticos y de políticas dirigidas a dar la disputa política a los emergentes del oportunismo neoliberal entramado en la propia institucionalidad del estado.
Y el hecho de que las izquierdas no kirchneristas no hayan hecho aportes de peso durante estos años no mejora la cosa sino que la empeora hasta el estado desesperante en el cual toda posición política se reduce a apoyar al gobierno o a asumir una suerte de discurso abstracto y por tanto irresponsable desde el punto de vista histórico. Ni la izquierda kirchnerista ni la no kirchnerista se benefician con este espiral despolitizante.
Hay un hilo rojo que vincula de modo directo el caso Milani con la relativa parálisis de los movimientos sociales y populares en el país. Se trata siempre de poner en juego el mismo idealismo centralizante de toda política en la cúspide del poder ejecutivo, que desdeña por peligrosa toda fuente autónoma y democrática de diagnósticos, perspectivas e iniciativas políticas, de toda tentativa a abrir la lucha ya no sólo contra ciertos epígonos de los poderes concentrados, que eventualmente el gobierno enarbola, sino contra el conjunto de las estrategias de subordinación a los dictados del mercado mundial que lejos de haberse apaciguado se redoblan bajo el peso de las dinámicas financieras sobre los territorios de nuestros países.

EL PAIS › OPINION

La cuestión Milani


alt Por Ricardo Forster

Es ésta una discusión –la que ha surgido a partir del nombramiento de César Milani como jefe del Ejército– que toca la médula de la política, que pone en evidencia las tensiones continuas entre la trama de valores y las demandas implacables e impiadosas de una realidad carente de sutilezas a la hora de exigir pronunciamientos y, sobre todo, acciones afirmativas que, en algunos casos, chocan de frente con la estructura ética de un pensamiento crítico que se mueve entre los territorios del compromiso político, la dura lucha por el poder y el debate de ideas liberado del día a día de las exigencias que emanan de una actualidad compleja, complicada y difícil para un proyecto gubernamental de por sí atravesado por sus propias demandas y debilidades. En el reino de las ideas no existen límites argumentativos ni se rechazan las tensiones, contradicciones y/o ambigüedades que no suelen encontrar un lugar legítimo en el espacio de la política, un espacio que exige aserción y contundencia. Lo difícil es entremezclar fortaleza y fragilidad.

Siempre resulta ardua la búsqueda de vasos comunicantes entre estos territorios tan disímiles que, sin embargo, constituyen la trama de nuestras acciones y de nuestras preocupaciones de ayer y de hoy aunque, en este tramo de la vida histórica argentina, nos han colocado en un extraño y novedoso lugar que no imaginábamos. El camino recorrido desde el 2003 –incluso si retrasásemos la fecha a diciembre de 2001– no sólo ha redefinido dramáticamente la marcha del país sino que nos ha interpelado de un modo como ya no parecía posible. De la desilusión y el escepticismo, de la profunda crisis de las ideologías progresistas y populares a una visión pesimista de la época dominada por un capitalismo hegemónico y despiadado, hemos pasado, con sus más y sus menos, a una intensa repolitización acompañada por la reaparición del entusiasmo y de la fuerza del pensamiento crítico asociado a prácticas políticas que desafían, en Sudamérica, el orden neoliberal hegemónico a nivel global. Es en este contexto en el que hay que intentar situar y comprender el debate alrededor de Milani y la política de derechos humanos.

No somos los jóvenes revolucionarios de los ’70 que pensábamos la política como instrumento para la creación de una nueva sociedad y que soñábamos –bajo la lógica de lo absoluto e innegociable– tomar el cielo por asalto llevando adelante nuestros ideales blindados e implacables con nuestras debilidades y/o contradicciones; tampoco somos, por suerte, los escépticos contempladores de una sociedad devastada que parecía haberse tragado ideales y posibilidades de habitar la política desde la perspectiva de una incidencia efectiva sobre una realidad viscosa; tampoco somos, estrictamente, aquellos intelectuales que, con nuestras revistas a cuestas y a contracorriente de las hegemonías culturales de los ’90, insistíamos con la crítica del mundo sabiendo de la corrosión de nuestras propias tradiciones político-intelectuales o, para decirlo casulleanamente, de una crítica capturada, ella también, por un sistema voraz que ni siquiera dejaba lugar para imaginarnos fuera de sus tenazas y de su fuerza de absorción cuando todo discurso, por más radical que pareciese o fuera, quedaba como “un florero en el living del burgués”; tampoco somos, después de diez años de kirchnerismo, los portadores de los mismos entusiasmos que, principalmente, nos conmovieron desde el 2008, pero tenemos (tengo) la certeza de seguir viviendo los mejores años de la democracia argentina, años de profunda reparación no sólo del país sino, fundamentalmente, de nosotros mismos, de nuestra manera de estar en la escena nacional y de repensar muchas cosas. Sin la marca que en nosotros han dejado estos años sorprendentes, sin lo que he denominado en otro lugar “el nombre de Kirchner”, su tremenda interpelación a una sociedad incrédula, nada de lo que ha ocurrido hubiese sucedido del modo como sucedió.

El giro de la materialidad histórica habilitó el advenimiento, bajo nuevas condiciones, de esa relación siempre tensa y compleja entre intervención política y mundo de ideas. Lo que parecía desahuciado por la inclemencia de hegemonías pospolíticas y poshistóricas, un abigarrado mundo de tradiciones intelectuales que por comodidad llamo de “izquierda”, pudo regresar sobre la escena de otra realidad para intervenir sobre esa misma realidad. Estos diez años también han rescatado de sus confusiones y crisis, de sus imposibilidades y estrecheces, de sus dogmatismos y sus parálisis, a esas tradiciones nacidas de ideales emancipatorios e igualitaristas. Inclusive ha posibilitado un salto cualitativo para los propios movimientos de derechos humanos, que han visto cómo se concretaban sus demandas cuando nada parecía abrir esa posibilidad en un país dominado por la impunidad y el cinismo. Se pasó de lo testimonial a una política de Estado. Y se lo hizo tanto para reparar una deuda con la memoria de los desaparecidos como para dotar de legitimidad ética a una reconstrucción de la política y de la sociedad.

El kirchnerismo conmovió creencias, certezas, sospechas, olvidos, negaciones y, también, nos permitió ser más generosos con los ideales de antaño al mismo tiempo que, para nuestra sorpresa, nos puso en el centro de la escena para disputar una pelea que ya no soñábamos. No nos prometió las certezas de ayer ni sus blindajes ideológicos (por suerte); tampoco nos aseguró que su marcha por el tiempo iba a ser impoluta. Todo lo contrario. Siempre supimos de las contaminaciones, de la resaca, de los límites y de las tramas canallas que se encierran en el peronismo (y que por extensión podríamos ampliar a las experiencias de izquierda que recorrieron el siglo pasado). Sabíamos que íbamos a incursionar en la política desde un lugar insólito para la mayoría de nosotros: defendiendo al gobierno nacional, siendo “oficialistas” y, claro, poniendo en debate, otra vez, la relación entre ideales y política en la época en la que se acabaron las certezas que cobijaron nuestra comprensión de la historia y de su marcha triunfal hacia el socialismo o lo que fuera su equivalente argentino.

Vamos en gran medida avanzando sin brújula y casi a ciegas por el escenario de un mundo dominado por un capitalismo implacable que seguirá intentando arrasar con esta anomalía sudamericana que tiene uno de sus enclaves más provocadores en la Argentina (eso sería bueno siempre recordarlo a la hora de ser duros con las políticas oficialistas, es decir, no subestimar lo que significan las ofensivas brutales de la derecha contra nosotros, ofensivas, como ya se ha señalado insistentemente, que ponen en evidencia la enorme provocación que el kirchnerismo le ha hecho al poder real). Pero, sobre todo, no podremos dejar de sentir las tensiones entre las exigencias de la política como lenguaje positivo –seguro de sí mismo y sin fisuras ni ambigüedades– y las demandas de la lengua crítico-intelectual (esto no significa que deba leerse la política sólo desde la linealidad afirmativa y a la crítica como deudora de instancias no políticas o definidas bajo la lógica de una negatividad libertaria). Habitamos esta tensión. Carta Abierta, su especificidad, tiene que ver con esta problemática a la hora de intervenir en la disputa política. Nada nos es fácil ni lineal porque intentamos conjugar sensibilidades distintas, lenguas que no reconocen el mismo origen ni los mismos énfasis. Y sin embargo, Carta Abierta es ambas cosas y debe seguir siéndolo si es que quiere insistir con su contribución (que creo sustantiva) al proyecto emancipatorio que, recuerdo, se inició inesperadamente en mayo de 2003.

2Milani, su ascenso y su nombramiento tienen que ver directamente con estas preocupaciones y con estas contradicciones, nuestras y del proyecto. Lo inmediato, no sé si lo más sencillo, es responder bajo la exclusiva demanda de los principios y de la actividad crítica y, claro, desprendernos de las exigencias de la razón política a la hora de rechazar a quien, supuestamente, está manchado por los crímenes de la dictadura (no es difícil hacer lo que hace el CELS, y eso independientemente de que admire y valore su enorme trabajo en defensa de los derechos humanos, porque su lógica es otra y su manera de colocarse ante las demandas de la feroz disputa política es inversamente proporcional a la nuestra, que no somos una ONG ni un centro de investigaciones que se deben a sus fundamentos normativos y a sus protocolos. Nosotros somos un extraño y algo extravagante colectivo político que navega por aguas tormentosas y para nada cristalinas y que debe asumir posiciones sabiendo que, del otro lado, hay un enemigo dispuesto a aprovechar absolutamente todo lo que digamos y hagamos, pero sabiendo también que no se contribuye a avanzar bajo la lógica de la complacencia y el seguidismo acrítico. Esta tensión nos atormenta y nos enriquece).

Un difícil y a veces imposible equilibrio entre las demandas implacables de la lucha política y las demandas, distintas y complementarias, que nacen del ámbito de las ideas y de los dispositivos éticos. Una vieja y siempre renovada controversia que viene acompañando, al menos desde la Revolución Francesa y pasando por todas las experiencias revolucionarias del siglo veinte, cualquier intento de avanzar en una línea popular enmarcada en el interior de la vida democrática. El debate que ha suscitado el ascenso y el nombramiento del general Milani debe inscribirse en esta larga y no saldada tradición, que sólo habita el universo de los proyectos progresistas. A la derecha jamás la desveló este tipo de polémicas (salvando excepcionales reticencias morales de algunos escasos intelectuales provenientes de ese sector). Seguramente es esa condición la que ha sostenido moralmente –tanto en la victoria como en la derrota– a las tradiciones de izquierda y nacional populares. Para ellas nada es lineal ni se resuelve bajo la exclusiva lógica de la razón de Estado. Por eso nos preocupa y nos ocupa la “cuestión Milani”.

Horacio González ha escrito un texto importante que nos exige reflexionar sobre nosotros mismos. El, eso creo, está convencido de la opción, voy a llamarla por comodidad, “ética” que, no por ser tal, deja de ser política. Su planteo, complejo y profundo, nos lleva a debates que no pueden resolverse en algunas líneas o de manera unívoca. Es el debate de la decisión moral, de la permanencia de los principios y de la capacidad de todo individuo de elegir, inclusive en las peores circunstancias, si hacer el mal o no. Pero es también la discusión, nada menor, de los cambios en la vida de una persona (los ejemplos que ha dado Horacio, igual que otros que han intervenido en el debate, son multiplicables e involucran muchas experiencias –incluyo acá al ejército israelí, como para complicar todavía más la cuestión–. Siguen siendo indispensables, eso creo, las tremendas reflexiones de Dostoievski en Los demonios para también incorporar no sólo a quienes cometieron actos repudiables desde una maquinaria de derecha sino también para interpelar las prácticas revolucionarias y sus violencias). Y, surge con fuerza irrecusable, la cuestión de la culpa y de la responsabilidad. Vale, eso creo, seguir estas discusiones, que son imprescindibles.

Pero también vale establecer las sutiles, y no tanto, diferencias entre un debate crítico-intelectual, ese mismo que puede recorrer argumentaciones difícilmente asimilables por el sentido común, y la controversia política atravesada por las demandas de una realidad implacable. Vivo esas tensiones, no las rechazo. De la misma manera, y de eso estoy convencido, de que no se trata de una involución del Gobierno ni de un cuestionamiento a la política de derechos humanos que ha sido y sigue siendo extraordinaria, única en el mundo (por eso mismo no se la puede debilitar ni supeditar a “otras” exigencias de la hora, pero tampoco se puede cuestionar, corriendo por izquierda, a quienes han encabezado un proceso de reparación que sigue avanzando sin dejar de lado a los responsables civiles y eclesiásticos –recuerdo la condena a Von Wernich y el procesamiento de Blaquier–). Sigo teniendo una confianza última y profunda en quien lidera el proyecto, al mismo tiempo que reconozco las grandes dificultades que nos seguirán desafiando en estos dos años. No haría de la “cuestión Milani” el centro de lo que hoy necesitamos disputar políticamente, aunque considero que no debemos ni podemos eludir lo que su emergencia ha suscitado entre no- sotros, al precio de arrojar por la borda una parte sustancial de nuestras herencias ideológicas y de los valores que ellas contienen. Es un debate que nos incumbe y nos exige. Sus consecuencias no son ni podrán ser unívocas allí donde arrastran logros y virtudes indudables, oscuridades y ambigüedades. Lo sabemos.


 
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