Diego Sztulwark (investigador, docente y miembro del Colectivo Situaciones) discute los planteos que Foster realizó en su artículo del domingo en Página/12. El caso Milani, el papel de los intelectuales y la izquierda kirchnerista.
Por Diego Sztulwark
El filósofo de Carta Abierta, Ricardo Forster, escribe hoy un artículo en Página/12 (ver nota)
en el que anuncia su posición en el debate abierto por el ascenso del
General Milani, jefe del ejército, acusado de participar en crímenes
durante la última dictadura. Su texto es ejemplar por muchas razones.
Resalta la complejidad de la situación, retoma la historia de los
intelectuales críticos -grupo al que pertenecía hasta la sorpresiva
activación del llamado a la política de estado luego del año 2008- y
plantea de un modo abierto el dilema de lo que podríamos llamar la
izquierda kirchnerista: confiar en la fuerza y sapiencia de Cristina o
tomar posición autónoma frente a las diversas coyunturas de acuerdo a
sus propias fuerzas y percepciones, lugar que Forster considera menor y
peligroso. No forzamos las cosas si desde el comienzo
entendemos que los dardos de Forster se dirigen a los dos Horacios que
valorando positivamente el período político que se abre en 2003 se
pronunciaron críticamente en diversas oportunidades en relación con
políticas oficiales. Esos mismos Horacios, casi en solitario,
argumentaron públicamente contra el apoyo a Francisco y ahora vuelven a
coincidir, desde lugares diferentes, en el rechazo del ascenso de
Milani. El propio Forster no oculta cuáles son sus blancos. González,
también miembro de Carta Abierta, es sancionado de modo explícito al
modo en que se le marcan la falta a un chico que no entiende, o a un
escritor veleidoso; y Verbitsky, presidente del CELS, es confinado al
mundo de las ONGs, en el cual dominan los reglamentos y principios antes
que al realismo político.
La conclusión a que llega la densa retórica del autor es que el caso
Milani no es tan central como para romper armas con el gobierno, a cuya
principal referente se encomienda en términos personales.
El asunto Milani es complejo, en efecto, aunque es a su modo también,
bastante sencillo: el ejército argentino es desde hace un tiempo
considerable un organismo estatal de creación de una nación cristiana y
blanca concebido para la represión interna de diversas insubordinaciones
populares. Su papel en guerras internacionales ha sido triste, y desde
hace dos siglos que no juega papel alguno en procesos de liberación. Es
evidente, y hay mucha investigación acumulada al respecto, que las
fuerzas armadas han actuado como institución en la represión, y por
tanto no es de extrañar que sus cuadros estén todos comprometidos en
aquel proceso histórico fascista. En el contexto actual, en el
que muchos gobiernos de la región ostentan singulares rasgos
democráticos y populares, se hace necesario neutralizar el papel
golpista que durante el siglo XX jugaron los militares, al tiempo que se
asiste a fenómenos anómalos como es la emergencia de militares que
desobedecen los dictados del Imperio, como sucedió con la paradigmática
figura de Chávez. De algún modo el General Milani expresa, para buena
parte del kirchnerismo, algo parecido a una figura democrática, sino
chavista, en la medida en que se pronuncia como dispuesto a defender al
actual gobierno. Lo que pide Forster, asumiendo en su
enunciación el realismo político que por izquierda se instituye para
defender al actual gobierno, no se comprende sino a esta luz. Y
justamente por esta pretensión, que consiste en hacer de la política una
defensa realista de la política oficial, incluso contra las críticas
que provienen de sus mismos simpatizantes, es que el texto ofrece la
oportunidad de juzgar ya no sólo la posición a adoptar frente al General
Milani (sobre quien pesan sospechas de participar en el genocidio, y de
hacer actualmente inteligencia interna), sino en general la trama de
esta posición subjetiva que emergió, como recuerda el autor, hace unos
pocos años. Se trata de una posición que de modo confeso vive
en la sorpresa y la perplejidad del cambio político ocurrido en el país
en el 2003 (y sólo como concesión, a partir del 2001). Esa sorpresa
surge del hecho de que, como el mismo Forster ha argumentado más de una
vez, muchos de los actuales defensores de las políticas oficiales que se
ofrecen como “soldados” del “proyecto” vivían extraviados desde el
punto de vista de la militancia política en una época extremadamente
intensa en términos de resistencias populares al neoliberalismo. La
ausencia de una elaboración propia de la riqueza de este proceso es lo
que deja al autor en un estado permanente de doble sorpresa. De pronto
Néstor dio vueltas el país, y encima dio al autor de las notas y a otros
tantos un nivel de protagonismo con el que no habían siquiera soñado.
La filosofía del acontecimiento, combinada con citas eruditas al
mesianismo teológico-político, revierte así en un estado permanente de
gracia. No se entiende cómo se llegó al estado actual, qué juego de
fuerzas protagonizaron la impugnación del neoliberalismo, ni mucho menos
se alcanza a desentrañar las trampas y los límites en que pueda caer el
gobierno nacional. Plantear siquiera que esto pudiera suceder es
aproximarse excesivamente a una posición de herejía, al borde del herem.
La renuncia a leer la política a partir de fuerzas sociales, de
autonomías y coaliciones no es exclusiva de Forster. Buena parte de la
juventud y la intelectualidad kirchnerista militante se comporta de modo
vergonzoso sino vil al renunciar a decir en público lo que expresan en
privado y al ofrecerse en la escena pública –sobre todo entendida como
mediática- bajo un estilo de militancia completamente des-historizado:
por mucho que la guerra popular lo reclame, la emancipación no precisa
de soldados sino, en todo caso, de un protagonismo militantes crítico,
comprometido con procesos populares y capaces de plantear por cuenta
propia, incluso con desenfado, los problemas y las discusiones que las
situaciones ameritan. Dos situaciones recientes muestran la
toxicidad de estas posiciones. No hace aun un año de que el movimiento
que tomó las calles de varias ciudades de Brasil con un pliegue bien
variado y hasta contradictorio de demandas –entre ellas varias referidas
al transporte público, y al rechazo a las alianzas derechistas del PT,
así como la subsunción al gobierno de la FIFA- fue condenado por la
llamada izquierda kirchnerista por aquello de que en este período de
gobiernos progresistas todo criterio popular y democrático debe
subordinarse a la “defensa”. Este hobbesianismo rosado, que tiembla de
miedo ante cualquier manifestación autónoma de los impulsos populares,
se convierte de a poco en uno de los mayores bloqueos para radicalizar
los procesos en curso en sentido positivo. Y más recientemente,
el diciembre caliente, en el que acuartelamientos policiales y grupos
llamados “narcos” escenificaron una intentona de desestabilización desde
abajo, mostrando la debilidad en la que han quedado las organizaciones
sociales en los territorios luego de una década de activación económica
en la cual la distribución de dinero no fue para nada un equivalente a
una real apropiación popular de la riqueza. El patetismo de la posición
oficial frente a las policías –bastante más temibles hoy que las propias
fuerzas armadas- y grupos organizados es el correlato de la falta de
diagnósticos y de políticas dirigidas a dar la disputa política a los
emergentes del oportunismo neoliberal entramado en la propia
institucionalidad del estado. Y el hecho de que las izquierdas
no kirchneristas no hayan hecho aportes de peso durante estos años no
mejora la cosa sino que la empeora hasta el estado desesperante en el
cual toda posición política se reduce a apoyar al gobierno o a asumir
una suerte de discurso abstracto y por tanto irresponsable desde el
punto de vista histórico. Ni la izquierda kirchnerista ni la no
kirchnerista se benefician con este espiral despolitizante. Hay
un hilo rojo que vincula de modo directo el caso Milani con la relativa
parálisis de los movimientos sociales y populares en el país. Se trata
siempre de poner en juego el mismo idealismo centralizante de toda
política en la cúspide del poder ejecutivo, que desdeña por peligrosa
toda fuente autónoma y democrática de diagnósticos, perspectivas e
iniciativas políticas, de toda tentativa a abrir la lucha ya no sólo
contra ciertos epígonos de los poderes concentrados, que eventualmente
el gobierno enarbola, sino contra el conjunto de las estrategias de
subordinación a los dictados del mercado mundial que lejos de haberse
apaciguado se redoblan bajo el peso de las dinámicas financieras sobre
los territorios de nuestros países.
EL PAIS › OPINION
La cuestión Milani
Por Ricardo Forster
Es
ésta una discusión –la que ha surgido a partir del nombramiento de César
Milani como jefe del Ejército– que toca la médula de la política, que
pone en evidencia las tensiones continuas entre la trama de valores y
las demandas implacables e impiadosas de una realidad carente de
sutilezas a la hora de exigir pronunciamientos y, sobre todo, acciones
afirmativas que, en algunos casos, chocan de frente con la estructura
ética de un pensamiento crítico que se mueve entre los territorios del
compromiso político, la dura lucha por el poder y el debate de ideas
liberado del día a día de las exigencias que emanan de una actualidad
compleja, complicada y difícil para un proyecto gubernamental de por sí
atravesado por sus propias demandas y debilidades. En el reino de las
ideas no existen límites argumentativos ni se rechazan las tensiones,
contradicciones y/o ambigüedades que no suelen encontrar un lugar
legítimo en el espacio de la política, un espacio que exige aserción y
contundencia. Lo difícil es entremezclar fortaleza y fragilidad.
Siempre resulta ardua la búsqueda de vasos comunicantes entre estos
territorios tan disímiles que, sin embargo, constituyen la trama de
nuestras acciones y de nuestras preocupaciones de ayer y de hoy aunque,
en este tramo de la vida histórica argentina, nos han colocado en un
extraño y novedoso lugar que no imaginábamos. El camino recorrido desde
el 2003 –incluso si retrasásemos la fecha a diciembre de 2001– no sólo
ha redefinido dramáticamente la marcha del país sino que nos ha
interpelado de un modo como ya no parecía posible. De la desilusión y el
escepticismo, de la profunda crisis de las ideologías progresistas y
populares a una visión pesimista de la época dominada por un capitalismo
hegemónico y despiadado, hemos pasado, con sus más y sus menos, a una
intensa repolitización acompañada por la reaparición del entusiasmo y de
la fuerza del pensamiento crítico asociado a prácticas políticas que
desafían, en Sudamérica, el orden neoliberal hegemónico a nivel global.
Es en este contexto en el que hay que intentar situar y comprender el
debate alrededor de Milani y la política de derechos humanos.
No somos los jóvenes revolucionarios de los ’70 que pensábamos la
política como instrumento para la creación de una nueva sociedad y que
soñábamos –bajo la lógica de lo absoluto e innegociable– tomar el cielo
por asalto llevando adelante nuestros ideales blindados e implacables
con nuestras debilidades y/o contradicciones; tampoco somos, por suerte,
los escépticos contempladores de una sociedad devastada que parecía
haberse tragado ideales y posibilidades de habitar la política desde la
perspectiva de una incidencia efectiva sobre una realidad viscosa;
tampoco somos, estrictamente, aquellos intelectuales que, con nuestras
revistas a cuestas y a contracorriente de las hegemonías culturales de
los ’90, insistíamos con la crítica del mundo sabiendo de la corrosión
de nuestras propias tradiciones político-intelectuales o, para decirlo
casulleanamente, de una crítica capturada, ella también, por un sistema
voraz que ni siquiera dejaba lugar para imaginarnos fuera de sus tenazas
y de su fuerza de absorción cuando todo discurso, por más radical que
pareciese o fuera, quedaba como “un florero en el living del burgués”;
tampoco somos, después de diez años de kirchnerismo, los portadores de
los mismos entusiasmos que, principalmente, nos conmovieron desde el
2008, pero tenemos (tengo) la certeza de seguir viviendo los mejores
años de la democracia argentina, años de profunda reparación no sólo del
país sino, fundamentalmente, de nosotros mismos, de nuestra manera de
estar en la escena nacional y de repensar muchas cosas. Sin la marca que
en nosotros han dejado estos años sorprendentes, sin lo que he
denominado en otro lugar “el nombre de Kirchner”, su tremenda
interpelación a una sociedad incrédula, nada de lo que ha ocurrido
hubiese sucedido del modo como sucedió.
El giro de la materialidad histórica habilitó el advenimiento, bajo
nuevas condiciones, de esa relación siempre tensa y compleja entre
intervención política y mundo de ideas. Lo que parecía desahuciado por
la inclemencia de hegemonías pospolíticas y poshistóricas, un abigarrado
mundo de tradiciones intelectuales que por comodidad llamo de
“izquierda”, pudo regresar sobre la escena de otra realidad para
intervenir sobre esa misma realidad. Estos diez años también han
rescatado de sus confusiones y crisis, de sus imposibilidades y
estrecheces, de sus dogmatismos y sus parálisis, a esas tradiciones
nacidas de ideales emancipatorios e igualitaristas. Inclusive ha
posibilitado un salto cualitativo para los propios movimientos de
derechos humanos, que han visto cómo se concretaban sus demandas cuando
nada parecía abrir esa posibilidad en un país dominado por la impunidad y
el cinismo. Se pasó de lo testimonial a una política de Estado. Y se lo
hizo tanto para reparar una deuda con la memoria de los desaparecidos
como para dotar de legitimidad ética a una reconstrucción de la política
y de la sociedad.
El kirchnerismo conmovió creencias, certezas, sospechas, olvidos,
negaciones y, también, nos permitió ser más generosos con los ideales de
antaño al mismo tiempo que, para nuestra sorpresa, nos puso en el
centro de la escena para disputar una pelea que ya no soñábamos. No nos
prometió las certezas de ayer ni sus blindajes ideológicos (por suerte);
tampoco nos aseguró que su marcha por el tiempo iba a ser impoluta.
Todo lo contrario. Siempre supimos de las contaminaciones, de la resaca,
de los límites y de las tramas canallas que se encierran en el
peronismo (y que por extensión podríamos ampliar a las experiencias de
izquierda que recorrieron el siglo pasado). Sabíamos que íbamos a
incursionar en la política desde un lugar insólito para la mayoría de
nosotros: defendiendo al gobierno nacional, siendo “oficialistas” y,
claro, poniendo en debate, otra vez, la relación entre ideales y
política en la época en la que se acabaron las certezas que cobijaron
nuestra comprensión de la historia y de su marcha triunfal hacia el
socialismo o lo que fuera su equivalente argentino.
Vamos en gran medida avanzando sin brújula y casi a ciegas por el
escenario de un mundo dominado por un capitalismo implacable que seguirá
intentando arrasar con esta anomalía sudamericana que tiene uno de sus
enclaves más provocadores en la Argentina (eso sería bueno siempre
recordarlo a la hora de ser duros con las políticas oficialistas, es
decir, no subestimar lo que significan las ofensivas brutales de la
derecha contra nosotros, ofensivas, como ya se ha señalado
insistentemente, que ponen en evidencia la enorme provocación que el
kirchnerismo le ha hecho al poder real). Pero, sobre todo, no podremos
dejar de sentir las tensiones entre las exigencias de la política como
lenguaje positivo –seguro de sí mismo y sin fisuras ni ambigüedades– y
las demandas de la lengua crítico-intelectual (esto no significa que
deba leerse la política sólo desde la linealidad afirmativa y a la
crítica como deudora de instancias no políticas o definidas bajo la
lógica de una negatividad libertaria). Habitamos esta tensión. Carta
Abierta, su especificidad, tiene que ver con esta problemática a la hora
de intervenir en la disputa política. Nada nos es fácil ni lineal
porque intentamos conjugar sensibilidades distintas, lenguas que no
reconocen el mismo origen ni los mismos énfasis. Y sin embargo, Carta
Abierta es ambas cosas y debe seguir siéndolo si es que quiere insistir
con su contribución (que creo sustantiva) al proyecto emancipatorio que,
recuerdo, se inició inesperadamente en mayo de 2003.
2Milani, su ascenso y su nombramiento tienen que ver directamente
con estas preocupaciones y con estas contradicciones, nuestras y del
proyecto. Lo inmediato, no sé si lo más sencillo, es responder bajo la
exclusiva demanda de los principios y de la actividad crítica y, claro,
desprendernos de las exigencias de la razón política a la hora de
rechazar a quien, supuestamente, está manchado por los crímenes de la
dictadura (no es difícil hacer lo que hace el CELS, y eso
independientemente de que admire y valore su enorme trabajo en defensa
de los derechos humanos, porque su lógica es otra y su manera de
colocarse ante las demandas de la feroz disputa política es inversamente
proporcional a la nuestra, que no somos una ONG ni un centro de
investigaciones que se deben a sus fundamentos normativos y a sus
protocolos. Nosotros somos un extraño y algo extravagante colectivo
político que navega por aguas tormentosas y para nada cristalinas y que
debe asumir posiciones sabiendo que, del otro lado, hay un enemigo
dispuesto a aprovechar absolutamente todo lo que digamos y hagamos, pero
sabiendo también que no se contribuye a avanzar bajo la lógica de la
complacencia y el seguidismo acrítico. Esta tensión nos atormenta y nos
enriquece).
Un difícil y a veces imposible equilibrio entre las demandas
implacables de la lucha política y las demandas, distintas y
complementarias, que nacen del ámbito de las ideas y de los dispositivos
éticos. Una vieja y siempre renovada controversia que viene
acompañando, al menos desde la Revolución Francesa y pasando por todas
las experiencias revolucionarias del siglo veinte, cualquier intento de
avanzar en una línea popular enmarcada en el interior de la vida
democrática. El debate que ha suscitado el ascenso y el nombramiento del
general Milani debe inscribirse en esta larga y no saldada tradición,
que sólo habita el universo de los proyectos progresistas. A la derecha
jamás la desveló este tipo de polémicas (salvando excepcionales
reticencias morales de algunos escasos intelectuales provenientes de ese
sector). Seguramente es esa condición la que ha sostenido moralmente
–tanto en la victoria como en la derrota– a las tradiciones de izquierda
y nacional populares. Para ellas nada es lineal ni se resuelve bajo la
exclusiva lógica de la razón de Estado. Por eso nos preocupa y nos ocupa
la “cuestión Milani”.
Horacio González ha escrito un texto importante que nos exige
reflexionar sobre nosotros mismos. El, eso creo, está convencido de la
opción, voy a llamarla por comodidad, “ética” que, no por ser tal, deja
de ser política. Su planteo, complejo y profundo, nos lleva a debates
que no pueden resolverse en algunas líneas o de manera unívoca. Es el
debate de la decisión moral, de la permanencia de los principios y de la
capacidad de todo individuo de elegir, inclusive en las peores
circunstancias, si hacer el mal o no. Pero es también la discusión, nada
menor, de los cambios en la vida de una persona (los ejemplos que ha
dado Horacio, igual que otros que han intervenido en el debate, son
multiplicables e involucran muchas experiencias –incluyo acá al ejército
israelí, como para complicar todavía más la cuestión–. Siguen siendo
indispensables, eso creo, las tremendas reflexiones de Dostoievski en
Los demonios para también incorporar no sólo a quienes cometieron actos
repudiables desde una maquinaria de derecha sino también para interpelar
las prácticas revolucionarias y sus violencias). Y, surge con fuerza
irrecusable, la cuestión de la culpa y de la responsabilidad. Vale, eso
creo, seguir estas discusiones, que son imprescindibles.
Pero también vale establecer las sutiles, y no tanto, diferencias
entre un debate crítico-intelectual, ese mismo que puede recorrer
argumentaciones difícilmente asimilables por el sentido común, y la
controversia política atravesada por las demandas de una realidad
implacable. Vivo esas tensiones, no las rechazo. De la misma manera, y
de eso estoy convencido, de que no se trata de una involución del
Gobierno ni de un cuestionamiento a la política de derechos humanos que
ha sido y sigue siendo extraordinaria, única en el mundo (por eso mismo
no se la puede debilitar ni supeditar a “otras” exigencias de la hora,
pero tampoco se puede cuestionar, corriendo por izquierda, a quienes han
encabezado un proceso de reparación que sigue avanzando sin dejar de
lado a los responsables civiles y eclesiásticos –recuerdo la condena a
Von Wernich y el procesamiento de Blaquier–). Sigo teniendo una
confianza última y profunda en quien lidera el proyecto, al mismo tiempo
que reconozco las grandes dificultades que nos seguirán desafiando en
estos dos años. No haría de la “cuestión Milani” el centro de lo que hoy
necesitamos disputar políticamente, aunque considero que no debemos ni
podemos eludir lo que su emergencia ha suscitado entre no- sotros, al
precio de arrojar por la borda una parte sustancial de nuestras
herencias ideológicas y de los valores que ellas contienen. Es un debate
que nos incumbe y nos exige. Sus consecuencias no son ni podrán ser
unívocas allí donde arrastran logros y virtudes indudables, oscuridades y
ambigüedades. Lo sabemos.
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