Por Mempo Giardinelli
En mi
humilde y alquilada casa chaqueña, de niño, fui criado bajo conceptos
rígidos. “En asuntos morales sólo se puede ser inflexible”, decía mi
padre, socialista lector de La Vanguardia, hombre ascético y trabajador
como no he vuelto a ver jamás, y además un tipo recto como rayo de
bicicleta.
Después, cuando él murió a sus apenas 50 años, de adolescente admiré
la labor de mi hermana cuando integraba el Tribunal de Conducta en la
sede chaqueña del Partido (lo escribo con mayúsculas), que era como se
llamaba en mi casa a la Unión Cívica Radical.
De ellos aprendí que ser derecho y no traidor –como postula el
insuperable “Cambalache” de Discépolo– es un imperativo moral y una
práctica de vida, y acaso será el único valor que va a recibir mi
descendencia.
Desde luego que estas referencias personales se deben a que esta
columna no encuentra, hoy, otra manera de afrontar el desdichado,
horrible, nuevamente trágico presente argentino.
Porque todo indica que el Gobierno puede salirse con la suya: nos
endeudará de la manera más absurda e infame por dos o tres generaciones,
y así nuestros hijos y nietos pagarán otra vez los negocios sucios que
consienten muchos políticos y economistas, ahora con la complicidad de
un nutrido elenco de legisladores corruptos.
Aunque ya se sabe que, en un cierto sentido, corruptos son todos:
tanto el que corrompe con ventajas de cualquier tipo, como el que por
ellas acepta cambiar su posición, su voto o su trasero.
Así veremos esta semana el penoso espectáculo retórico y los votos
infames del massismo, el radicalismo, el socialismo, la Sra. Stolbizer, y
muchos dizque “justicialistas” que infartarían, si los viera, al
mismísimo Juan Domingo Perón.
No tienen vergüenza: creen y quieren hacer creer que proceden por el
bien público, para “salir del default y volver a los mercados”, para
“colocar a la Argentina en el mundo”, para “asegurar la gobernabilidad” y
otras sandeces.
Engañan al pueblo argentino con basuras semánticas, y ni ellos se dan
cuenta de que lo que hacen no son asuntos de política o de economía.
Son cuestiones de moral, de ética, de decencia y honradez, valores que
ellos suelen enarbolar en tribunales y para los diarios, pero en los que
jamás podrían medirse con ningún ciudadano decente y trabajador.
Y es que son iguales o peores que muchos de los que ellos acusaban
hasta hace poco. Los cuales esos muchos, por supuesto y es obvio,
tampoco podrían medirse en estas materias. Pero estos son peores porque
encima pretenden convencer a la sociedad con argumentos mentirosos,
cínicos y ocultando sus propios intereses y las comisiones que han de
recibir, y para colmo disfrazándose de opositores patrióticos.
No tienen vergüenza como no la tiene el macrismo que los está
pariendo y los corrompe, si imponen (y si la hoy oposición lo permite
con quórum o votos comprados) que dos abogados de oligarcas y ricos,
presuntamente especialistas en trapos sucios, lleguen a la Corte Suprema
de Justicia.
Y tampoco la tiene el desdichado Consejo de la Magistratura organismo
que nació para controlar y mejorar la cuestionada Justicia de este
país, en el que hicieron entrar por la ventana a un consejero para así
tener una mayoría espuria que, de pronto y servilmente, ahora va a
juzgar al desprestigiadísimo juez Oyarbide pero salvando al igualmente
desprestigiadísimo juez Bonadio, porque así conviene al gobierno, porque
así perfeccionan la revancha y porque así creen pasarse por abajo a “la
pobre inocencia de la gente”.
El coro puede oírse, aunque no canten: unos se autoconvencen del
cuento de que la política y la economía son “así”, y otros se
autopavonean con el cuento de que están mejorando el lamentable servicio
de Justicia de este país.
Dan ganas de decirles, contrariando a Bill Clinton, que no es la
economía ni la política, estúpidos, ni tampoco es la justicia ni son
asuntos de Derecho. Es la moral. Simplemente la moral. Eso que vienen
demostrando que no tienen en absoluto.
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