El especialista Norberto Emmerich reflexiona sobre los desafíos
que enfrenta la región en relación con el narcotráfico y las presiones
de Estados Unidos.
Por Norberto Emmerich
En abril de 2012 la prestigiosa
revista Foreign Policy titulaba: “El nuevo narco Estado: la guerra
contra el narcotráfico en México está convirtiendo a la Argentina en el
nuevo Salvaje Oeste del comercio mundial de drogas”[1].
Allí afirmaba que la Argentina tenía la tasa de prevalencia de
consumo de cocaína más elevada del hemisferio occidental, con un 2.6% de
la población entre 15 y 64 años consumiendo la droga.
Naciones Unidas, a través de la Junta Internacional de Fiscalización
de Estupefacientes (JIFE) decía que la Argentina lideraba el ranking de
consumo de cocaína anual de Sudamérica, no del hemisferio occidental
como audazmente afirmaba Foreign Policy. Lo mismo sostenía el informe
anual del Departamento de Estado (DEA). Ninguno de esos datos era cierto
en el año 2012, eran datos del año 2006 actualizados cada 6 años. En
disonancia con la injerencia de la política exterior norteamericana en
los informes internacionales sobre narcotráfico y con los intereses
ideológicos de los artículos periodísticos locales y extranjeros, la
tasa de prevalencia del año 2013 fue del 1.9%, similar al resto de los
países del Cono Sur sudamericano[2]. Pero eso no fue informado con tanto entusiasmo.
La presión del Departamento de Estado, la DEA y la prensa mundial se
tropieza con la realidad pero se lleva muy bien con los giros de la
política del gobierno argentino.
Cuando la presidente argentina ordena al Ejército que se haga cargo de los patrullajes en la frontera norte del país[3], tarea para la cual busca la ayuda de Estados Unidos[4],
construye al mismo tiempo la tríada Estados Unidos-narcotráfico-Fuerzas
Armadas, el clásico patrón de militarización de nuestras sociedades
latinoamericanas.
Los debates en curso sobre la participación de las Fuerzas Armadas en
la lucha contra el narcotráfico cumplen con la función de hacer viable
la política mediante un lenguaje que lo haga posible, volviendo
aceptables determinadas prácticas políticas que escaparán de la
normalidad democrática para instaurar una instancia de
“excepcionalidad”. Habitualmente se sostiene que las ideas son
tributarias de una triple dicotomía entre los hechos, los
acontecimientos y las representaciones que de ellos se hacen los actores
o los espectadores. Pero la energía del lenguaje indica que las
prácticas “excepcionales” son posibles porque se han vuelto aceptables
mediante lenguajes aceptables. Las repetidas imágenes que muestran a un
presunto “enemigo” permiten prescindir de la democracia con el
consentimiento de la misma democracia, puesto que la modernidad se ha
asentado en determinadas formas militares de autolegitimación política.
Como dice Ülrich Beck[5]:
“en consecuencia, milicia, caso de guerra, etc., no son sólo términos
geoestratégicos y de política exterior, buscan también una forma de
organización de la sociedad en el interior, no militar pero conforme a
lo militar”.
Y ese “nuevo” lenguaje tiene una doble semántica: en primer lugar
habla de “lucha” contra el narcotráfico y en segundo lugar propone la
participación de las Fuerzas Armadas. Una se articula con la otra: si la
política sobre el narcotráfico es de “lucha”, el actor es el Ejército.
No es un debate democrático, es una lógica de construcción política
mediante el discurso. No importa quien está a favor o quién está en
contra, lo importante es que el tema deja de ser insólito para ser
“debatible”. Que el gobierno se manifieste en oposición a la
participación de los militares en la “lucha” contra el narcotráfico es
un detalle, lo importante es que la política sobre el narcotráfico quede
definida como una “lucha”, eso implica que tarde o temprano la batalla
comenzará.
Para ello fue necesario olvidar la orientación pautada por la Unasur,
que habla de “problema de drogas” en lugar de la expresión “lucha
contra el narcotráfico”. El artículo 1° del Estatuto define al Consejo
como una “instancia permanente de la Unasur de consulta, cooperación y
coordinación para enfrentar el problema mundial de las drogas”.
Con acierto Ruth Diamint sostiene que "la politización de las Fuerzas
Armadas destruye la idea del Estado de Derecho, la división de poderes y
la función de cada agencia. Las FF.AA. no están para hacer política, ni
para hacer caminos, ni para educar, ni para construir viviendas, ni
para reparar barcos civiles, ni para construir vehículos civiles, ni
para tener una actividad económica[6]".
¿Cuál es el peligro de este giro político? “Porque las FF.AA. son una institución que actúa con mucha organicidad
y nosotros estamos de alguna manera alimentando que estas FF.AA.
mañana, con otro gobierno, hayan adquirido muchísimo poder, tengan un
proyecto político propio y se constituyan tal vez nuevamente como un
partido político, como ha sido en la historia pasada argentina"[7].
Bolivia acaba de recibir de Estados Unidos una donación de material
para la lucha contra el narcotráfico; Estados Unidos apoya la
conformación de Fuerzas de Tareas Internacionales contra el narcotráfico
en el Triángulo Norte centroamericano; Perú recibirá 112 millones de
dólares de cooperación internacional para la lucha contra el
narcotráfico, la mayor parte de Estados Unidos, que también donó
equipamiento. La lista sigue, solo que Argentina compra equipo, no lo
recibe en donación.
[1] Foreign Policy, 19 de abril de 2012,
[2] UNODC, United Nations Office on Drugs and Crime, Informe Mundial sobre Drogas 2012, pág. 20.
[3] Diario La Nación, Narcotráfico, el ejército busca apoyo de Estados Unidos, La Nación, 7 de enero de 2014,
[4] Idem
[5] BECK Ülrich, 2000. La democracia y sus enemigos. Textos escogidos, Editorial Paidós, Barcelona, pág. 159.
[6] Diario
La Nación, “Rut Diamint: contar con los militares como apoyo del poder
político no es conducción democrática de las FF.AA.", 19 de enero de 2014,
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