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Escrito por Agencia Paco Urondo, Especial para Nuevo Paìs   
Domingo, 12 de Enero de 2014 18:58

Un material de Agencia Paco Urondo, para Nuevo Paìs

Presentación, por Daniel Mundo (Leer nota)
Nunca es tarde para amar, por Gabriel Katz (Leer nota)
Deseo y política: estilos radicales, por Luis Diego Fernández (Leer nota)
5 tesis, por Daniel Mundo (Leer nota)
Los buen*s chic*s queer, por Leonor Silvestri (Leer nota)
El goce crítico, por Laura Milano (Leer nota)
Una mirada histórica, por Florencia Marciani (Leer nota)

Nac & Porn

El porno está de moda. Se organizan jornadas en su honor, se lo debate en congresos y en dossiers como el que aquí presenta AGENCIA PACO URONDO bajo la coordinación del ensayista Daniel Mundo. Se habla de él todo el tiempo y en cualquier lugar. Hoy la imagen porno es cotidiana, tan solo un clic nos separa de ella.

SUMARIO // ESPECIAL PORNO: Presentación, por Daniel Mundo / Deseo y política: estilos radicales, por Luis Diego Fernández / Tesis sobre el porno, por Daniel Mundo / Los buen*s chic*s queer frecuentan las muestras de “arte postpornográfico”, por Leonor Silvestri / Sexo y erotismo en la vejez, por Gabriel Katz / El porno después del porno, por Laura Milano / La pornografía en el semiocapitalismo, por Florencia Marciani

Presentación, por Daniel Mundo

El porno está de moda. Se organizan Jornadas en su honor, se lo debate en congresos y en dossiers como el que aquí presentamos. Se habla de él todo el tiempo y en cualquier lugar. Esta moda, sin embargo, es muy diferente de la que supo gozar en la década del setenta, cuando la industria cinematográfica de la pornografía arribó a las salas del circuito comercial, y las masas se volcaron a mirar películas XXX como nuevo entretenimiento. Hasta la virtualización de la imagen porno, hasta la aparición de Internet, la pornografía y sus ceremonias mantenían un carácter extraordinario para su contemplación y disfrute: había que traspasar los vidrios espejados de los cines condicionados, o había que acercarse al video, acuclillarse hasta alcanzar el último estante y seleccionar entre las decenas de ofertas cuál captaba el morbo propio de ese día. Hoy la imagen porno es cotidiana, tan solo un clic nos separa de ella. La era del porno se caracteriza por un orden discursivo muy diferente al que regía la producción y la contemplación de pornografía. La pornografía era un género despreciable, marginal, menor, que vivía bajo la luz de los Grandes Géneros de la Época Moderna; el porno es una lógica de diferenciación, y una codificación de la producción, circulación y consumo de textos audiovisuales.

La pornografía llega hasta la aparición de Internet: desde la novelística literaria (algunos hunden su origen en los vasos etruscos plagados de figuras con penes erectos, o en los murales de Pompeya), los daguerrotipos y las fotografías, las imágenes en 3D de los estereoscopios a fines del siglo XIX, los Stag Film hasta llegar a la gran industria en la década del setenta y su decadencia con la producción artesanal en video, todo este aquelarre de textos e imágenes implicaba un ritual de exposición muy distinto del que habilita la nueva tecnología de la comunicación: la soledad hogareña e íntima. En la pornografía como género había una historia, por mínima o insignificante que fuese; en el porno, aún hay una historia, pero se halla infinitamente más acotada que en la pornografía, dura segundos y es imposible recordarla porque no tiene el más mínimo criterio de verosimilitud. La tendencia es a reducir el argumento y empujarlo a su desaparición, cosa que los que critican el porno tanto como los que bregan por un erotismo más “humano” en lugar de la imagen híper explícita los sulfura, pues creen que el problema del porno radica en su obviedad, en su imposibilidad de ser narrado, en la redundancia de la imagen. Estos son los elementos constitutivos de la imaginación pornográfica, que impactan como un cross en la psique del contemplador. Para decirlo en una fórmula: el porno reniega de todo argumento. A la exhibición sin sombras no hay con qué darle. A los que les complace la literatura y confían en su poder formativo el porno se les impone como su enemigo… La lucha es moral. Nada de esto significa que se dejen de producir libros (muchos enfatizan con estadísticas que nunca se produjeron tal cantidad de libros como en este momento histórico), sino que los libros ya no participan en la formación de los sujetos. Harina de otro costal.

Muchos trabajos sociológicos siguen afirmando que el porno es uno de los negocios transnacionales más lucrativos, junto con la industria farmacológica, la militar, la droga y el merchandising para los recién nacidos; y sostienen también que el mayor porcentaje de los textos que circulan y se consumen por la web son pornográficos. Puede ser. Lo cierto es que estas estadísticas sobre la realidad virtual son imposibles de comprobar. Además, resulta peculiar que repitamos el mismo error de método, que reincidamos en lo que hacíamos cuando apareció la televisión, como si todos los estudios etnológicos llevados a cabo no nos hubieran enseñado nada de la importancia del contexto y la situación familiar o social en los que la pantalla está inmersa. ¿Cómo descubrir el auténtico modo en el que se consume este tipo de relatos audiovisuales? Es más, si uno enfocara el análisis en la producción de porno presentiría que la “industria” entró en un estado terminal, porque si bien el invento del video ya había afectado en mucho la maquinaria de producción industrial de pornografía, el mecanismo de compra-telefónica-venta-y-alquiler de video aun posibilitaba que el negocio sobreviviera de alguna manera —era supuestamente un satélite artificial del universo mafioso neoyorkino. Hoy esas maneras se revolucionaron. Hasta tal punto se trastocaron que no resulta descabellado pronosticar que toda la parafernalia de la producción de pornografía (con sus star systems, sus directores de culto, los millones de dólares recaudados, etc.) colapsó —lo que no significa, por supuesto, que el producto pornográfico desaparezca, ni que desparezca el deseo de ese producto. La imagen porno prolifera tanto o más que el deseo de verla.

Ahora bien, por paradójico que parezca, el estudio del género se relega, aparecen los prejuicios, una moral anticuada, una añoranza familiar. Desde hace años hay eventos similares al de los Oscars para festejar el año y galardonar algunas producciones y algunos directores, actores, actrices, etc. del rubro (el relato “Gran Libro Rojo” de David Foster Wallace es insuperable en la crónica de estas “fiestas”[1]). Hay trabajos serios que lo abordan, por supuesto, trabajos que ayudan en su compresión, pero en la gran mayoría de ellos la denuncia básica recae sobre dos tópicos: el consumo que realizan los menores (¡a ver si en una de esas lxs pobres vírgenes terminan aprendiendo a tener sexo por medio de estas imágenes aberrantes! Hasta no hace mucho los seres a proteger incluían también a las mujeres y a los pobres), y la explotación heterosexual de la mujer (“es una industria de hombres para hombres”). Otro escollo a superar radica en resumir al porno como sexo: el porno es sexo explícito, pero no explican qué entienden por sexo, como si no hubiera ninguna dificultad para ponernos de acuerdo sobre el significado del término. Aun en trabajos realizados por profesionales se da por supuesto muchas veces que eyaculación es sinónimo de placer, y que todos entendemos perfectamente a qué nos referimos cuando hablamos de deseo y de gozo.

¿Hay una industria nacional (nac&pop) del porno? La hay, pero tiene una envergadura semejante a la que tuvo en la década del setenta el rastrojero Siam en relación con la Ford. También hay algunas porno star argentinas, pero evidentemente no es esta “carne” la carne de exportación con la que contamos —esta constatación acaba con otro de los mitos argentinos: las argentinas como las minas más lindas del mundo. Lo son para nosotros, en todo caso. No es mucho, pero tampoco poco.

¿Se consume porno en Argentina? Sí, y mucho. Pero de nuevo, nada en comparación con lo que sucede en los países civilizados. No porque seamos más castos o porque culturalmente hayamos llegado a la conclusión de que el porno es aborrecible (estoy pensando si para “salir” del trauma del porno no habrá que dejar de aborrecerlo y comenzar a disfrutarlo: legalizar el porno, digamos), sino porque la distribución es ínfima en relación con lo que se comercializa en el Primer Mundo. Finalmente, habrá que aceptar que no sólo tenemos relaciones carnales con otros pueblos sino que estamos en el culo del mundo.

En su origen moderno, en el siglo XVII, la pornografía tenía como uno de sus objetivos la sátira y la ironía política. Era una época en la que la política, el sexo y el pensamiento estaban mucho más superpuestos de lo que nos imaginamos nosotros. No nos engañemos, aunque el sexo sea esencial en la definición de nuestra identidad social y psíquica, la pornografía, el género que se dedica a representarlo, siempre fue y sigue siendo considerado un género menor, o ni siquiera un género, tan sólo un adjetivo que descalifica inmediatamente a aquello que caracteriza. Así funciona todavía. La crítica literaria de la década del sesenta la reivindicó (mejor: reivindicó cierta pornografía literaria, principalmente al Marqués de Sade y a algún otro pornógrafo encumbrado que venían a completar el proyecto racionalista e inconcluso de la Ilustración). En esos años, contemporáneamente a estas apropiaciones que practicaba la academia francesa, la imagen se iba liberando de la censura (la imagen cinematográfica en particular; la censura se enfocó en el en ese momento nuevo medio hegemónico, la televisión), y al poco tiempo el sexo desatado irrumpiría en las salas comerciales con películas cuyos estilos van de Garganta Profunda a Último tango en París o El imperio de los sentidos. La liberación icónica del sexo vino acompañada por la reivindicación y el reconocimiento de otras formas sexuales, hasta no hacía mucho perseguidas, estigmatizadas, encerradas. La pornografía acompañó esta nueva confusión positiva, esta incapacidad patológica para empezar a definir lo normal (denunciando las definiciones a la mano de lo que es normal, por codificadoras, explotadoras y deshumanizantes). Sólo que esta misma incapacidad se volvió la nueva manera de vivir normalizado: el modelo encarnado en el andrógino, en el postfeminista, en el contrasexual, en el género transido, en el ciborg. Lo erótico y lo sexual habían ganado autonomía. ¿El costo? Perder su vínculo inmediato con la política. Lo que apareció como un huracán liberador se confinó en un gueto específico, lo que tranquilizó tanto a críticos como a consumidores, pues a ninguno de los dos les interesaba estar en el centro de ningún huracán sociopolítico. Se creó un campo de necesidades y expectativas sexuales, lo que a su vez cambió de significado otros conceptos, como amor y erotismo. Algunos ven el fin de la familia, otros el fin de la hipocresía, otros consumen todo esto y mucho más. La pornografía fue la forma real que la sociedad se dio para representar y exhibir lo que se negaba a ver (función que también cumplen los noticieros o formatos como el de Gran Hermano, etc.). El sexo, hasta antes de ayer cornucopia de peligros mortales, hacia fines del siglo XX devino un imperativo de conocer y practicar, de disfrutar principalmente, de invertir, de poner en cuestión. Así, la pornografía se instaló como confín para perversos que transitaban los degradantes escalones de los cines condicionados para apoltronarse en una butaca húmeda, en una sala vacía en la que de tanto en tanto un gemido desgarraba el silencio reinante. Esos individuos eran anormales. Con el porno desapareció esta calificación de anormalidad. Los que acolchados en su cama hurgan la virtualidad para descubrir SU imagen deseada, en cambio, son individuos muy normales que buscan imperativamente satisfacción aunque sea por medios que sabe o considera espurios; obsesivos sexuales que canalizan su energía sublimando o virtualizando la realidad, inventando un nuevo sexo. La liberación del estigma del que gozan los productores del género (directores, actores, actrices), no alcanzó aún al medio ni a los consumidores.

Ahora bien, la lectura política del porno no debería perseguir, como se hacía en el siglo VXII, una burla culta para una elite ilustrada (¡llegó a haber pornografía en latín!), un problema de contenido, digamos: qué dice o qué muestra, de quién se burla. Esa clase ya no existe. La elite es chabacana en su profundidad, burda en su protocolo. Le gustaría el aplauso de las masas. Por eso, antes, el porno exhibe otra cosa, exhibe la capacidad explícita de acción desbordante que tienen los medios de comunicación, espacio de la política y a la vez actores políticos de peso: el medio en el estado más puro de su acción. El porno transcribe y encarna la fórmula ideal de la lógica mediática. Hoy, al igual que en el siglo de Descartes, el porno da cuenta de una interpretación política de la sociedad: la maquinización y mediación de las relaciones carnales, la apatía amorosa y el frenesí sexual contenido, la atomización y el individualismo y el ansia de emprender cruzadas colectivas por causas banales, en fin un placer autista que hace comunidad desintegrándola. Lo que está en cuestión es si esta desintegración es todo lo mala o todo lo buena que aseguran que es. Una sociedad que se vanagloria de consumir porno (las inquietudes que acosan al dossier nacieron un mediodía, cuando Andy Kusnetzoff y su equipo radial se pusieron a contar por la radio lo que habían hecho la noche anterior), pero que no encuentra las palabras para narrar la experiencia porno. Es casi imposible que comprendamos qué implica el porno si seguimos negándonos a aceptar que la barbarie no es lo otro de la civilización sino su materialidad misma, su excedente. La sociedad del espectáculo no renunció al sentido, como le gusta repetir a los situacionistas de segunda generación, pues habría que empezar a reconocer que el sinsentido y la banalidad extrema tienen una significación fundamental. La comunidad virtual de estas individualidades lo que pone en común son sus fantasías vicarias, para bien y para mal, ¡más allá del bien y del mal! Hoy por hoy el imperativo ordena comunicarlo todo y todo el tiempo, y hacerlo de modo compulsivo, cementando la mirada del consenso. La política que muestra y denuncia el porno no puede no dar cuenta de esta realidad.

En sus orígenes modernos, cuando el capitalismo recién comenzaba a poner en acción sus engranajes de explotación, la pornografía fue el único género que le dio voz a la autodeterminación y el ascenso social y económico de un actor social que por su género y su profesión estaba irremisiblemente silenciado. La prostituta libertina encarnaba esta figura (Fanny Hill es sin duda la novela más famosa, pero es una entre cientos). La mujer solo podía vencer en la lucha social vendiendo su cuerpo y su sexo. Por lo menos en el imagino masculino que la inventaba. Nada de esta fantasmagoría se perdió. No tengo dudas que la porno star ya es aceptada y festejada como la heroína del principio de exhibición total. Una actriz porno, Shane Diesel, dijo alguna vez que la mayoría de los hombres se ponen increíblemente nerviosos cuando ella se les acerca: “Abrazo a un tipo y se pone a temblar de la cabeza a los pies. Puedo hacer que hagan todo lo que les digo”. Están consumiendo en carne viva una imagen olvidada pero presente (¿no consiste en esto el hecho traumático, acaso?). No son las actrices ni los productores los estigmatizados o los que tienen vergüenza ahora, son los consumidores. Porque el porno indaga y muestra las potencialidades e impotencias de la sensibilidad y la percepción de los hombres y las mujeres que lo miran. La actriz no le teme a una habitación en la que la esperan cinco hombres con Viagra.

La Argentina acaba de instituir una de las leyes más progresistas de las que regulan el campo audiovisual internacional. Sobre la pornografía, apenas se hace alguna mención en el artículo 107, sobre el final de la ley, en donde se confunde lo pornográfico con la violencia, lo obsceno, lo morboso, lo sórdido, en fin sexo explícito “sin fines educativos […] o sin una finalidad narrativa que lo avale”. Cualquier cosa o nada. No constituye una falencia de la ley, más bien esto da cuenta del grado de permisividad audiovisual en el que vivimos, porque incluso esta regulación tan amplia evidentemente no afecta en nada la circulación y el consumo por Internet. ¿Quiere esto decir que ya no hay manera de detener el fluir pornográfico? ¿Que no hay límite y todo puede verse, una sociedad que hace de la intimidad un espectáculo y del pudor una antigualla? En principio aseguraría que sí. Pero como la luz requiere de la sombra, la visibilidad de una invisibilidad, el interior de un exterior, etc. el porno pareciera requerir todavía de algo invisible, ilegal, imposible de visibilizar: el snuff constituye el alimento concentrado de esta sospecha.

La pornografía siempre fue un discurso irreverente, que se burlaba del sexo instituido, de los temores y deseos sexuales que trastornaban y trastornan a la sociedad. La mayoría de las leyes en todos los países del mundo que regulan los textos audiovisuales, la Argentina incluida, para no decir las leyes penales que hasta hace menos de medio siglo prohibían y castigaban la producción y el consumo de pornografía, y que hace cien años encarcelaban y habilitaban asesinatos, no censuran casi ningún tipo imagen, porque esa imagen es transnacional e indetenible. Si a comienzos del siglo XXI la ley condena algo es el abuso criminal que sucede frente o detrás de la pantalla —bandas internacionales de pedofilia, trata de mujeres, esclavitud sexual, etc.—, no lo que aparece en la pantalla, aunque todavía pueda oírse de vez en cuando alguna voz iconoclasta que clama por los principios morales que se están derrumbando. Obviamente, si siempre hubo una dificultad epistemológica para definir la imagen pornográfica, se debió a que no podía caracterizarse sino por los prejuicios y los gustos sexuales y morales del que juzgaba. Una definición arbitraria y difícil de argumentar. Pues si se lo pudiera definir sin matices y con una claridad total (como el término “cama”, por ejemplo) posiblemente el miedo que se le tiene y el peligro que supuestamente acarrea se difuminarían como las estrellas cuando sale el sol.

La idea del peligro continúa. Pero ahora no sabemos bien a qué le tememos. Lo que hoy sí sabemos es que nuestra fantasía es indetenible. Pero estas conquistas ¿amplían nuestra sensibilidad, nuestros deseos, nuestros campos de posibilidades, o si los limitan, o los extinguen? Este tipo de ambivalencia es propia de los discursos audiovisuales. Si estamos del lado de los humanistas que creen que la esencia de la comunicación se inscribe en lo incomunicable, que a la luz radiante del perpetuo mediodía espectacular habría que inventarle una sombra, que incluso en la imagen más explícita, obvia, repetitiva, mecánica, es posible desgranar, como en un pestañeo, el gesto humano que la maquinaria porno pretende obturar y excluir de su visibilidad total, la lucha recién comienza, y al enemigo no le terminamos de armar su perfil: es nuestra cara reflejada en la pantalla apagada. Si creemos, en cambio, que el ciborg es un destino consumado, que la integración de carne-técnica-y-medios es irreversible (y el alma, una reliquia), que la conexión es mucho más importante que lo conectado, que no importa lo que se diga o muestre porque solo importa que se lo diga y muestre, el porno se presenta como un archipiélago proliferante del que apenas conocemos algunas islas pequeñas. Los trabajos que se presentan aquí son exploraciones singulares en el territorio Porno, un territorio audiovisual en el que la pornografía como género caducó, en el que el deseo cambia sus objetos y sus métodos de búsqueda, en el que el placer se difumina hasta confundirse con el imperativo de ser feliz y encontrarse a sí mismo con el que nos bombardean los dispositivos mediáticos.

El presente dossier, entonces, no pretende agotar el territorio a explorar, da cuenta a lo sumo de islotes aislados. No podía ser de otro modo. Nos encontramos en una situación histórica en la que el campo se astilla y extiende desde un porno feminista o postfeminista, un porno queer, un postporno, un porno filmado por ex actrices porno, un porno gonzo, un porno cristiano[2], hasta lo que sobrevive de la pornografía propiamente dicha. ¿Y la publicidad? ¿Y los primerísimos primeros planos de la herida en el telediario? ¿El porno acaso no se va imponiendo como la lógica a la que tienden a plegarse los medios audiovisuales? Dos ensayos, el de Florencia Marciani y el mío, son una especie de reflexión general sobre lo que un poco apresuradamente llamaría pornocultura, un modo de reflexionar sobre los vínculos intersubjetivos en la época de Internet.[3] El trabajo erudito de Luis Diego Fernández gira sobre las necesidades que viene a satisfacer o pretender satisfacer el porno, y relaciona al género con algún afluente de la tradición libertaria. Laura Milano aborda al porno desde lo que su crisis terminal habilitó, la necesidad de registrar postpornográficamente las nuevas sexualidades que pulularon y pululan en la primera década del siglo XXI. Gabriel Katz relata la larga vida que tiene el porno, extrayendo estas esperanzas de la sexualidad rediviva de la tercera edad: la imagen social de la vejez retarda décadas con respecto a su experiencia real. Leonor Silvestri cierra esta compilación fustigando con su breve manifiesto la necesidad de sacudir los oídos y terminar con la hipocresía sexual en la que sobrevivimos. Por último, las imágenes de David Cronenberg que acompañan estos textos fueron seleccionadas y recortadas por un equipo aleatorio de expertos: Sabrina Barbalarga, Mariela Genovesi, Ana Lucía Centeno y Lucas Bazzara. A todxs mi agradecidimiento.


[1] Debo el conocimiento de este desopilante relato a Juan Liefeld.

[2] Es en Brasil. Ver: http://www.acontecercristiano.net/2012/01/en-brasil-haran-cine-porno-para.html.

[3] El concepto de pornocultura lo tomo de Naief Yehya: Pornocultura. El espectro de la violencia sexualizada en los medios. Del autor, igualmente, el imprescindible sobre esta problemática es Pornografía. Obsesión sexual y tecnológica, México, TusQuets, 2012.

El autor reflexiona sobre la película alemana "Nunca es tarde para amar". "Esta película rompe con las representaciones acostumbradas de la vejez, y deja aparecer unos cuerpos verdaderos en tanto que presentes".

Por Gabriel Katz

La película empieza con una cámara muy cuidada. Miradas cómplices, risas, manos que se  se desabrochan las ropas con urgencia y bocas que se  deshacen de placer. “Nunca es tarde para Amar”, la película alemana dirigida por Andreas Dresen elige un su primera escena el sexo, la pasión, el deseo, el encuentro con otro.

Pero esta escena no es una más. Pasaría inadvertida y sería otro de los intentos que el cine realiza por representar el acto sexual y amatorio, si los protagonistas fueran dignos de ser tapas de revistas, actores reconocidos o porno capaces de encarnar escándalos en maratónicos programas de chimentos. Pero no, los protagonistas de esta escena son una mujer de 65 años y un hombre que pasó los 70. Son cuerpos que no responden a los modelos amatorios y sexuales conocidos y representados por los medios masivos de comunicación.

El ritual del cine, luz apagada, pantalla grande, butaca, ruidosos pochoclos, en el peor de los casos, invita a la provocación: esta vez, a contramano de la historia hacen el amor dos personas adultas mayores, dos jubilados, dos abuelos, dos ancianos, dos viejos o como más nos guste llamarlos. Hay que decirlo, lo hacen bien o mejor que cualquiera de nosotros, se divierten, se agradecen  y se despiden con la risa cómplice y  el tácito pacto de que lo volverán a hacer.

Esta película rompe con las representaciones acostumbradas de la vejez, y deja aparecer unos cuerpos verdaderos en tanto que presentes.

“Nunca es tarde para amar” narra una historia de amor y sexo en la vejez.  Andreas Dresen, su director, ha elegido para contar esta historia un tono realista que no esconde ni las arrugas, ni la depresión. Y allí mismo donde el cuerpo parece decaer, es donde se hace más sensual y más potente. El film interpela sobre el deseo en singular y en plural.

Una buena definición es que un viejo es aquel que tiene todas las edades, en este sentido es urgente pensar en nuevas representaciones desde los medios de comunicación que puedan enfocar en la experiencia de los mayores en temas como la sexualidad y el erotismo. Es interesante la apuesta que con la digitalización de la tv en nuestro país propone ACUA Mayor, el primer canal público y digital de televisión de América Latina en donde los protagonistas son los adultos mayores. Una herramienta comunicacional para desmontar mitos y prejuicios y proponer una nueva representación de los adultos mayores desde los medios. El programa “El club del Deseo” que narra los devenires de un grupo de adultos mayores que asiste a un taller de sexo y erotismo es un desafío para todos aquellos que al menos estén dispuestos a interpelar en nuestras propias y falsas creencias. Imágenes y escenas nuevas sobre los viejos que ojalá sacudan lo más profundo de nuestras ya desteñidas representaciones.

Una reflexión en perspectiva sobre la industria de la pornografía. "En 1969 se legaliza la industria pornográfica en los Estados Unidos y Dinamarca".

Por Luis Diego Fernández

“El libertario desea que todos gocen de la libertad de actuar en forma moral o inmoral.” Murray N. Rothbard, El manifiesto libertario

Los Angeles siempre fue la meca. La industria con semillas de fuga esquizoides (como vieron Gilles Deleuze y Félix Guattari) se da de manera peculiar en la tierra californiana en tándem con los stripclubs, la prostitución y los sex shops de Hollywood Boulevard: toda esa circulación del mercado de la carne, de diseño, de prótesis de placer. Por otra parte, o bien por la misma vía: el rock y las drogas son también negocios contraculturales que, con el tiempo, devinieron en gigantescas máquinas del deseo emancipado. Lo llamado de modo acotado “porno” es, en rigor, la industria de entretenimiento para adultos y se constituye, como todo sistema de espectacularización, a partir de nombres propios que lo encarnan, a saber (sin jerarquía, de modo aleatorio): Marilyn Chambers, Vanessa del Rio, Ashlyn Gere, Nina Hartley, Traci Lords, Ginger Lynn, Linda Lovelace, John Holmes, Ron Jeremy, Peter North, Rocco Siffredi, Nacho Vidal, son algunos de ellos. El fin: satisfacer las necesidades. ¿Qué necesidad viene a reponer la pornografía? El deseo antinormalizado, crítico de la monogamia y la monosexualidad (malestares culturales). Es la posibilidad de ser polígamos, libertinos, hombres y mujeres a la vez. De los orígenes clandestinos  a la facturación desbordada de estos tiempos existe un largo discurrir que en este caso no postularemos ni como el primero ni el capital orden a pensar.

En 1969 se legaliza la industria pornográfica en los Estados Unidos y Dinamarca (otro enclave de factoría peculiar, el escandinavo). Por lo tanto, en la primera etapa (la década de 1970) se pasa de lo vedado al mercado, allí se enmarcan opus ya clásicos como Garganta profunda (1972) y El diablo en la señorita Jones (1972), ambas de Gerard Damiano e Historia de Blue (1970) de Alex de Renzy, que ponen la piedra fundacional del cine condicionado nacido curiosamente como cine de autor.  En el alba de la faena carnal, la órbita iba con los directores en el centro, no con los actores, a pesar de Linda Lovelace (luego conversa). En la segunda etapa, (1980) ya el cine para adultos ingresa a la lógica del star system (emulando el divismo del cine comercial) y se industrializa parcialmente a partir de films como Café Flesh (1982) de Rinse Dream, que operan como el mapa perfecto para verificar esta complejidad en ascenso hasta llegar a la tercera fase (la década del 90) con el denominado porno chic o glamcore de directores sofisticados e influidos por el naciente videoclip, como Michael Ninn o Andrew Blake. La resistencia a la estetización emana de la mano del llamado ‘gonzo’ y la factoría de John ‘Buttman’ Stagliano (su productora, Evil Angel): estilo áspero, chillón, sin línea argumental, documental y sodomita al cien por ciento. Stagliano se referencia como un modelo ineludible para comprender la cartografía del deseo hoy; su maestro (John Leslie) y sus discípulos (Jules Jordan, Brian Pumper) generan todo un linaje de perversos profesionales de la costa oeste norteamericana.

En el nuevo milenio asistimos al pasaje del DVD a la lógica de la red, es decir, Internet (la venta de escenas). Belladonna es la star central. El caso de Sasha Grey y la productora Brazzers (2005, Québec) también son hitos de la nueva pornografía de este siglo que no es posible evidenciar en un fresco acabado sin Kink (2006 productora instalada en la que fuera la armería de San Francisco) y GGG (1997, John Thompson Productions en Berlín). Lo que viene parecen ser nuevas formas de acoplamiento y de borramiento de fronteras (lo íntimo, lo genérico): el sexo público, con una performer BDSM bajo el nombre de Princess Donna Dolore (Public Disgrace, 2008) y el incipiente reinado de las shemale stars (el estrellato de las transexuales). Esto es: el porno heterosexual más polimorfo en su apreciación de hoy.

En los trece años del siglo XXI la pornografía adquirió una estatura mainstream por razones diversas (la plataforma online de fácil acceso, la liberalización de algunas costumbres, cierto narcisismo asimilado) pero quizá la cuestión a pensar sea el refugio de lo que busca consolar, lo que pretende restaurar desde el entretenimiento lascivo. Es una incomodidad la que opera de trasfondo y, como señala Stagliano, el porno es la posibilidad de efectivizar el deseo para los sectores menos favorecidos por la posición económica o por la apariencia física (también una forma de capital).

II.

Los pornógrafos suelen ser libertarios: Hugh Hefner, Larry Flint, John Stagliano, Sasha Grey, son casos contantes y sonantes. Esta tradición de pensamiento es la manera natural de dialogar con la práctica explícita en materia sexual. La filosofía del libertarismo, no curiosamente nacida en la década del setenta en los Estados Unidos (como el cine condicionado) reclama el linaje del anarcoindividualismo del siglo XIX (pensadores como Thoreau, Spooner, Tucker, Armand, Libertad, etc.) y lo enlaza a una concepción de propiedad lockeana (de tradición liberal), así como establece un plan de diálogo con el mutualismo de Proudhon. El pensamiento llamado (a veces de modo perezoso o despectivo) anarcocapitalista es, en rigor, un chisporroteo amistoso entre anarquismo y liberalismo, así lo son sus derivados (minarquismo, agorismo, etc.) que presentan esta esfera de libertades en las ideas de Robert Nozick, Murray N. Rothbard, Karl Hess, Jeffrey Tucker o Samuel Edward Konkin III.

De modo particular, el libertarismo de izquierda busca esa alianza con la llamada New Left en la década del setenta (panteras negras, minorías sexuales, raciales, indígenas, anti-imperialismo) partiendo del principio de propiedad sobre el cuerpo, la acción voluntaria y la no agresión a terceros, pero combatiendo con énfasis el poder centralizado, las corporaciones multinacionales (monopolios beneficiados por el Estado), la pobreza y viendo con buenos ojos cierta intervención (restringida) en materia de educación y salud, en lo posible de modo cooperativo, rizomático (allí quizá haya algo del municipalismo libertario de Murray Bookchin) y solidario. Es, de alguna manera, anticapitalismo de mercado libre.

Quizá cierto rebrote del libertarismo (siempre relativo) o bien un conocimiento por encima de la media sea resultante de esta crisis de representación partidaria a la par que del deseo dolido. El libertarismo es, no podría ser de otro modo, una filosofía radical y de seres excéntricos o inadaptados: hackers, apátridas, usuarios de ropa color negro azabache, habitantes del campo agreste o de las megalópolis (sin término medio), millonarios rebeldes, solitarios, monjes zen, huraños, ermitaños, barbados y musculados (bodybuilders), andróginos de la historia, hedonistas, verdes, devotos de la antipsiquiatría de Thomas Szasz y del capitalismo ateo de Ayn Rand, hippies de derecha, cultores de economistas austríacos y perversos sin culpa, punks, surfers, tatuadores, prostitutas, fumones, refractarios al orden, disidentes (incluso a pesar de ellos), contradictorios, alegres y racionalistas, pero también sensualistas.

El libertarismo y la pornografía renacen o bien se resisten a implosionar o encorsetarse en fundaciones económicas o guetos libertinos porque parten de la premisa liberacionista. Y allí, nadie está afuera. Las respuestas pueden ser poco tolerables para muchos pero la cuestión es dejar pasar esa verdad sin filtro, tan solo por las mentes de los excesivos y los cuerpos de los lascivos. A fin de cuentas, se trata de buscar la felicidad.

"El porno refracta la más mínima intrusión de afecto, en última instancia se entabla una relación impersonal en la que lo único común es el sexo", propone el ensayista.

Por Daniel Mundo

I

El porno materializa la forma en la que el capitalismo libera las corporalidades, sometiéndolas a un régimen específico de explotación material y semiótica. El hundimiento del orden simbólico patriarcal y heteronormativo logrado a martillazos por feministas, postfeministas, transexuales, pornógrafos, publicistas, etc., no liberó nuestros placeres ni nuestros gustos ni nuestro sexo y los convirtió en placeres, gustos y sexos inéditos, sino que los liberó de los secretos y oscuridades que lo completaban: todo debe decirse, todo debe mostrarse. Se impuso la orden: ¡Gozá! (como declamaba Lacan), ¡Disfrutá!, como condición de existencia en esta sociedad posthumana. Hedonismo sin trascendencia en el que se neutraliza la realidad diferencial entre sexo y no-sexo, entre comunicación y no-comunicación, entre satisfacción y frustración. El texto porno como imagen despreciable, no reivindicable, abyecta, regula la adaptación visual y existencial de los hombres a las normas abstractas que impone la lógica del espectáculo. La semiodemocracia del espectáculo, la sociedad tolerante y no-violenta, encuentra en la realidad virtual en general y en el porno específicamente la pacificación totalitaria de cualquier anomalía, desviación o fuerza disruptiva. No hay género que sea más “pacífico”, “democrático”, liberal, que el porno. Sin embargo, en él se sustancia como en ningún otro que la violencia excluida de la imagen se impone, pacíficamente, en el deseo del consumidor. En el porno lo mediático se anexiona al sexo, así como en la publicidad la mercancía absorbe al deseo. En estos términos —mediático, publicidad, mercancía, signo, deseo, texto— se resuelve la democracia real del capitalismo del siglo XXI.

II

No hay relación sexual —diría no hay relación humana más reificada que la que representa el porno. El porno refracta la más mínima intrusión de afecto, en última instancia se entabla una relación impersonal en la que lo único común es el sexo. En este sentido, el porno representa la forma pura de la relación intersubjetiva reificada. ¿Qué significa una relación intersubjetiva reificada? Una relación en la que se invierten todos los sentidos, en la que se llama comunicación donde hay no-comunicación (no incomunicación, ya que tal cosa es imposible, sino ningún tipo de comunicación efectiva, salvo la material y mecánica, la que se realiza más allá de las intenciones de los actores, la impersonal, efectiva, exacta), donde la precisión del lenguaje técnico de gestión se valora como un logro en pos del entendimiento mutuo, donde lo que se llama amor no es más que contrato laboral, allí a la rutina se la llama sexo, y al sexo se lo reduce a un conjunto de actos ritualizados y mecánicos.

III

El Capital pasó de censurar la producción de signos, para controlar y disciplinar a sus intérpretes, a hacer proliferar las señales evidentes y multiplicar los textos obvios. Lo que en un primer momento fue vivido y festejado como el resultado exitoso de años de militancia y combates, se descubrió después que esos éxitos, en lugar de doblegar o debilitar al Capital, lo fortalecían. Pero ¿qué es el Capital? Significa muchas cosas, pero en principio, inversión. Hay Capital si hay inversión. El Capital crece de su inversión originaria. La inversión se produce sobre la misma superficie de los textos. Constituye la fórmula ideal para sobrevivir en la superficialidad. El Capital también es explotación: la lucha se entabla en un campo minado, explotador y explotado organizan un juego de fuerzas materiales y simbólicas cuyo destino es la irresolución, la postergación repetida del fin, porque el fin se invierte en un nuevo origen. El Capital también es creación, producción y circulación.

¿Qué crea, produce y hace circular el Capital? Antes que nada, inventa sus propias fuentes. Inventa, también, los mecanismos que garantizan su reproducción, como inventa, cuando lo necesita, los acontecimientos que requiere para transformar aquello que debe ser reproducido: el mismo Capital. Para lograr cualquiera de estas dos series de hechos (la serie de más-de-lo-mismo; y la de La Gran Novedad) se vale de signos. Estos signos son tanto materiales como simbólicos —y nada más material, es decir, en este caso, abstracto y simbólico, que el dinero y el sexo. Tengamos en cuenta que la vida de los hombres se conjugan en una contradicción: sometimiento al orden y dominio de sí se retroalimentan. El porno resuelve la contradicción irresoluble del capitalismo espectacular, produce un espectáculo masivo destinado a consumirse en la más extrema intimidad. Se dirá: pero esto es lo que sucede con todos los productos mediáticos (hasta la llegada de la tan proclamada interactividad virtual): una serie de efectos de sentido que el espectador recibirá de modo atomizado y aislado. Pero mientras una familia se congrega para cenar alrededor de la mesa mientras mira el telediario, imposible imaginar algo semejante alrededor del texto porno. Porque el porno representa —valga toda la ambigüedad del término— la materialidad representativa más fiel posible del sexo. El porno es y sólo es un texto virtual, la inmaterialidad y circularidad del texto, pues si vemos sexo en vivo, sin mediación de una cámara o una pantalla, aunque sea una orgía gargantruélica, no es porno (lo que no quiere decir que un tipo de mirada específico no pueda ser porno, porque, como dice la bibliografía especializada, el porno no es un objeto, una imagen, sino una relación y una mirada, una actitud), porque el porno es exactamente el texto que el Capital requiere para intervenir en la sexualidad: el porno es sexo espectacular mediatizado. En el porno se exhibe el límite de lo que una sociedad está capacitada para ver, y para ver de la manera en que él lo muestra. Pero este límite en la capacidad visual es el límite de una serie que recorre todo el espectro de los medios audiovisuales. Podría resumirse diciendo que para el presente orden epistémico la verdad no aparece como el resultado provisorio de una argumentación sino por la contundencia de una imagen: la verdad es solo lo que ves. La visibilidad y la transparencia hacen a la verdad. No hay verdad que deba permanecer oculta, matizada, ambigua. Debe ser contundente e indiscutible. Ésta verdad la captura el porno.

Como hay pocos argumentos válidos para justificar la acción del Capital, que despersonaliza todos los vínculos, que procesa como espectáculo todas las experiencias, éste prefiere los hechos desnudos (que son irrepresentables) a las discusiones interminables; y es más, prefiere la representación infinita de esos hechos irrepresentables y las discusiones mediatizadas a la más mínima materialidad discursiva que ponga en cuestión su producción constante de signos. Como por arte de magia, el Capital logra convertir en hecho representado aquello que se resiste a la representación. Por increíble que sea, el hecho irrepresentable solo asume valor en su representación. Nos volvimos caníbales de signos. Y como decíamos recién, esta representación no puede prestarse a duda alguna, esta representación pasa y se consume como el hecho mismo, sin ningún tipo de argumentación que confunda su contundencia. Y si hay un género que renunció al argumento, en el que se declara la inutilidad de cualquier argumento, es el porno, donde se “paga” la brutalidad de los hechos consumados frente a la pantalla (y sobre la cara de la actriz): he aquí la verdad. La pornografía (literaria o audiovisual) sin duda era un género menor en la era literaria, un género que junto a otros como la ciencia ficción, el policial negro o los enunciados de los medios de masas, eran despreciados por las elites cultas (al tiempo que lo consumían); hoy el porno mutó en otra cosa, “la esencia de nuestro régimen escópico”, asegura F. Jameson. Por ello, podríamos arriesgar y sostener que el porno ya no es un género entre otros, ahora validados por la cultura tolerante del liberalismo planetario, sino una determinada manera de mirar que busca en el modelo —y el modelo no es aquello a lo que el espectador desea parecerse (la teoría de la mímesis) sino aquello que ignora qué representa, mientras lo incorpora, aquello que envidia sin entender— la seguridad de su identidad y de su existencia. El fondo de esa identidad y existencia estará hecho de frustración y resentimiento, autocensura y felicidad empaquetada. No hay modo de imitar al modelo, lo que hace que el modelo se generalice: se universaliza como forma-de-mirar que es también una-forma-de-ser. Es el momento en el que en ciertas pantallas o medios se libera la imagen sexual (en la literatura, por supuesto, en el cine, el video, y mucho más en Internet; aunque no así en la pantalla de la televisión, por ahora, salvo que seamos capaces de ver porno-sin-sexo), en el que parece no haber ya ninguna prohibición para representar cualquier cosa (salvo la representación del mito, del espacio exterior de lo visible, que lo mismo visible produce para asumir sentido: el snuff o la pornografía infantil), el momento en el que parece poder exhibirse todo y de todas las formas imaginables, cuando lo maldito y transgresor se vuelve la misma norma de la banalidad, cuando la banalidad festeja como propias esas experiencias límite. Este momento consuma el momento del porno porque nunca como ahora se tuvo acceso al deseo, al recuerdo, al texto más caprichoso de modo más automático y rápido (siempre que ese deseo, ese recuerdo, ese texto haya sido codificado para ser exhibido). A lo que no accedemos es a la experiencia que debería transportar ese deseo, ese recuerdo o ese cuerpo textual, es decir al sentido de haber vivido ese recuerdo, de haber deseado ese deseo, marca imborrable de la piel (incluso los maníacos olvidan su obsesión plasmada en un video, lo importante es que, repetida, la obsesión aparezca en cualquier imagen).

IV

Vivimos una era que mantiene con el sexo, con el imaginario sexual, una relación por lo menos contradictoria: por un lado, el sexo parece haber perdido la trascendencia que tuvo en otros momentos (por lo general, la juventud del que lo recuerda, porque recuerda lo dificultoso que resultaba terminar en la cama con otra persona) —por ello en este viejo orden sexual el porno era marginal, estaba prohibido, se consumía a hurtadillas. Hoy, cuando el porno se consume en las condiciones óptimas, condiciones de consumo que nunca existieron con anterioridad, se genera la idea y la sensación de que ese infierno sexual nunca existió, que es la construcción imaginaria de una clase social para justificar su propia frustración, porque quizás el sexo solo ocasionalmente tuvo un sentido social como tiene hoy: estaba abocado a la mera reproducción —y a la satisfacción excedente en alguna incursión por los bajos fondos de la prostituta.

V

Uno de los mayores temores en el cambio de paradigma cultural, al pasar de la Galaxia Gutenberg, que tenía en el libro la columna vertebral de difusión y masificación de la reflexión y la sensibilidad, al Multiverso Mediático, donde la reflexión abstracta y la concentración silenciosa de la lectura son reemplazadas por actividades móviles y polifónicas, consiste en el abandono de la escritura como medio de resguardo y de transmisión del conocimiento[1]. A esta objeción se le responde con el dato estadístico de que nunca en la historia del espíritu humano se produjeron tantos millones de textos impresos como en la actualidad. Pero la escritura de libros ya no es el código cultural dominante. No se pregunta ni qué es la escritura ni cómo funciona, como si la escritura fuese una única práctica que se desenvuelve siempre de la misma manera. Como nos enseñó J. Derrida, escritura es registro (escrito, oral, iconográfico, etc.), y no es lo mismo un tratado de metafísica que indaga el sexo de los ángeles que un libelo de pornografía o un video improvisado y anónimo por el teléfono celular. Para no hablar de la lectura, la contemplación o la escucha, sus contracaras. El primer peligro consiste en interpretar todo esto como una pérdida o una banalización, y seguir sosteniendo como la única forma de registro (y de pensamiento) válida a la escritura de libros. Lo que sostiene entre las manos en este mismo instante no tiene valor: habría que traducirlo al código multimediático de la pantalla, desplegar las fotos, recorrer el power point, lo que P. Lévy investigaba y creaba en la última década del siglo XX, “la ideografía dinámica” —que según Arlindo Machado, “demandará todavía muchos años de investigación” para ver plasmada su realización material.

Frente a la rigidez y la univocidad del texto escrito (basta pensar la dirección de la lectura, de izquierda a derecha y de arriba para abajo), la forma multimediática o transmediática de creación y exposición de conocimientos traerá aparejada una transformación en el contenido del conocimiento, en la manera de conocer, en el modo de pensar, de percibir y de gozar, de comunicar y de entablar el vínculo interhumano. Detractores y defensores de las nuevas tecnologías tienen sus argumentos incuestionables, por lo general antecedidos por la aclaración de que lo que se leerá a continuación será un enunciado que escapa a esta dicotomía maniquea de los tecnófobos o de los tecnófilos. Nosotros queremos asumir la contradicción, no superarla. Pensar lo positivo hasta las últimas consecuencias, tomar como cumplido el delirio más extremo vomitado por la ciencia ficción, imaginar que lo que más tememos ya se hizo realidad: que el porno es la forma de vínculo y de comunicación social predominante, por su eficacia, su transparencia, su redundancia y la sutil e irresoluble complejidad que toda esta obviedad trae consigo. No vivimos en una sociedad que acepte así como así la idiotez: queremos una idiotez procesada como inteligente. Pero que no suponga un gran esfuerzo desentrañarla.

Pensar de modo multimediático no significa pensar por muchos medios a la vez (por lo que comúnmente entendemos por medios: computadoras, Internet, nuevas Tecnologías de la Comunicación, ciberespacio, etc.), o sí, pero básicamente significa pensar y percibir y habitar y ser por diagramas distintos a los del pensamiento racional y abstracto, por imágenes, por sonidos, hasta por silencios que son reales y virtuales a la vez, porque responden a otra estructura perceptual, a otra corporalidad, a otros deseos. Por supuesto, los medios intervienen, generan interfaces nuevas, hasta podemos llegar a pensar de modo distinto, pero si estas interfaces no somos nosotros mismos, puntos nodales, ideas robadas, imágenes de otros convertidas en propias, seguiremos respondiendo a la técnica aunque la deconstruyamos hasta su último chip. Porque siempre habrá un elemento que no lleguemos a deconstruir, un afuera de la visibilidad total que no sólo nos resultará invisible sino que organizará todo el orden de lo visible. ¿Entienden a qué me estoy refiriendo? Una imagen omnipresente y que sin embargo no es digna de ser pensada, estudiada, investigada como se merece. No es que veamos porno en todos lados, como les pasó a los inquisidores con sus famosas brujas trasnochadas. Pero que lo hay, lo hay.

VI

El ojo no es neutro ni pasivo, lo que ve lo ve porque está formado, educado, para verlo. Aprendemos a mirar mucho antes que a hablar.

VII

La crítica moralista al porno —en realidad cualquier tipo de crítica, la moralista o la estética, la que opta por el erotismo para desvalorar al porno, etc.— no tiene ningún sentido si antes no somos capaces de franquearnos los goces que experimentamos en nuestra vida cotidiana en relación con cualquier mercancía, en el shopping, en la oficina, en la calle, en las librerías, en las disquerías, en las vacaciones, en los museos, en los supermercados: la fascinación siniestra que nos embarga al enfrentarnos a tal cantidad de dispositivos de gozo (de exigencia de goce), con el concomitante desorden pulsional que arrastra. No que el goce esté programado y calificado —incluso en la perversidad más singular—, crítica más que habitual al capitalismo desangelado; ni que haya una experiencia auténtica e intensa de goce, a diferencia de los incontables goces socialmente impuestos; ni tampoco que el malvado capitalismo en su madurez nos prive de las intensidades afectivas que disfrutaríamos en una comunidad no capitalista, no alienada, más “natural” y orgánica, más sexualmente liberada, subterfugios críticos para no asumir la complejidad existencial en la que se trama nuestra vida: es la sensación de goce misma, todas, incluso los goces exclusivos, la que se tiñe de un halo de falsificación en cuanto tomamos distancia de la experiencia, no porque sean falsos —¿quién estaría capacitado para decir “este goce es real, este otro es falso”?— sino porque en el inmenso circuito de los intercambios capitalistas de “bienes”, mercancías, afectos, personas, todos los goces parecen ser posibles, pues hasta la mercancía más ínfima se presenta para ser gozada sin culpa. Es la capacidad de experimentar goce de otro modo, no con otros objetos o imágenes sino de otra forma, lo que se obturó. Una vez más: no es remplazando lo explícito por lo velado como se logrará encauzar el torrente de nuestro goce, es explorando lo explícito hasta su propia oscuridad —que poco tiene que ver con sus “reales” condiciones de producción o circulación: la mujer es una esclava sexual, los porno star son actores, el sexo-al-desnudo es una ficción. La oscuridad anida en lo explícito.

VIII

Mirar porno quizás nos permita delinear el perfil de un nuevo tipo de ser humano, una nueva antropología hecha de naturaleza y artificialidad, de técnica y sensibilidad, de soledad y sexo. Nos gustaría hacerlo al margen de la discusión humanista o posthumanista sobre el universo de la técnica, sabiendo que no existió género artístico que se adaptara más rápido a la innovación tecnológica que la pornografía, desde el daguerrotipo, el estereoscopio, los cortometrajes mudos en la década del diez (Argentina en aquel momento fue el paraíso para filmar estas imágenes), la industria cinematográfica de la pornografía en los setenta, el video e Internet. La subjetividad a comienzos del siglo XXI se delinea y perfila preponderantemente por el medio audiovisual. Su ideal de transparencia y veracidad se encuentra tanto en el telediario como encarna en el texto porno. La cámara lenta, el zoom, el primer plano o la simple repetición de la imagen en un programa deportivo, por poner algunos ejemplos, no pueden no alterar el modo que tenemos de percibir los fenómenos. A eso habría que sumarle el procesamiento hogareño de todo este potencial de imágenes que posibilitan la webcams, las tablets y las filmaciones con los teléfonos móviles. Internet profundizó, agudizó y multiplicó ese deseo —cuya creación se le adjudicaba a la televisión o al cine— de experiencias reales y acontecimientos auténticos que caracterizan la identidad mediática, que viene acompañado con la imposibilidad, la incapacidad de experimentarlo como su marca de fabricación. La experimentación consiste en la misma frustración de no poder experimentarlo. Si en un lugar todo este dispositivo de imágenes únicas e idénticas a otras miles comenzó a reunirse es en el porno, género tan minusvalorado y despreciado como incomprendido. Y quizás nos resistamos a comprenderlo porque tememos que el aburrimiento que se le impugna, la repetición, la tautología, el exhibicionismo y la redundancia que caracterizan a su lógica argumentativa, la carnalidad y la sexualidad sin afecto que representa, termine reflejando el perfil de nuestra identidad real y auténtica. Confiamos que el porno nos permita esbozar una Teoría de los Medios Actuales y Futuros.

[1] El renombrado filósofo Pierre Lévy esquematizó la historia del espíritu humano en tres grandes códigos de comunicación: el de la oralidad (fundado en la memoria humana, en la narración y en los ritos), el de la escritura (basado en la interpretación silenciosa y en la teoría), y el de la informática (sustentado en la modelización operacional y en la simulación como forma de conocimiento, en donde la materia se vuelve información y el cuerpo humano un signo entre signos), en L’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyberespace, La Découverte, Paris, 1994.


El presente ensayo es un adelanto del libro "Foucault para encapuchadas", de próxima aparición.

Por Leonor Silvestri

...y de los espectadores, esperamos que al menos se sientan avergonzados.

Bertolt Bretcht 

La sociedad capitalista requiere una cultura basada en imágenes. Necesita suministrar mucho entretenimiento con el objetivo de estimular la compra y anestesiar las lesiones de clase, raza y sexo.

Susan Sontag

En los últimos años la disidencia sexual queer postpornográfica asiste a una suerte de llamado al orden de la revulsividad de sus devenires monstruosos post-identitarios, que exige credenciales de autenticidad y carta de ciudadanía. Resulta por lo menos curioso la manera en que ciertos cuerpos que se auto-inscriben dentro de la disidencia sexual reculan a la hora, precisamente, de poner el cuerpo.

Si la heterosexualidad constituye un régimen político disciplinario, de producción y normalización de los cuerpos y de las subjetividades según un ideal regulatorio que invisibiliza su propia condición contingente, algunos cuerpos que se auto-proclaman queer o que auspician a viva voz la disidencia sexual son hoy,  paradójicamente, quienes dejan en atroz evidencia la eficacia del orden disciplinario heteronormativo en su hacerse carne. Este fenómeno de (hetero)normalización conduce finalmente a la tolerancia hetero-friendly: la nueva integración al grito de “Straight is Beautiful” y la cesión sin conflicto de las plataformas políticas de la disidencia sexo-afectiva al orden mayoritario heterosexual. “Go straight to the queer”: un juego de mesa que toda la familia puede jugar.

Siguiendo a David Halperin, no deja de asombrarnos la rapidez con la que la teoría queer se institucionalizó y fue aceptada por la academia, dispositivo que, como sabemos por Monique Wittig, pertenece fundamentalmente al régimen político heterosexual. Se torna sospechosamente extraña esta rapidez si pensamos que lo queer -no como teoría sino como praxis vital- sostenía una política radical derivada de su postura anti-asimilacionista, de su abrazo de choque con lo anormal y lo marginal que ahora parece ser canonizado y absorbido mayormente por instituciones de conocimiento heterosexuales, como nunca lo fueron antes de los “estudios gay-lésbicos”, claramente porque quien se denomina así tiene que hacerse cargo políticamente de su existencia contra heterosexual. Aparentemente, la teoría prevaleció sobre lo queer, y “si es teoría”, razonaron los académicos, “es una mera extensión de lo que gente importante ya venía haciendo”. Queer como marca registrada para estudios, teorías, eventos, bandas de cumbia y otros géneros,  viene a ser un lugar  “in” y “fashion” para que algunos cuerpos heteros se diviertan un ratito como putitos sin luego tener miedo de que algún otro hetero los ataque en las calles.

Nuestro juego de guerra contra el heterocapitalismo es bien otro. En él se tratará, entonces, de escapar de estos enclaves identitarios y de buena conciencia que la llamada al orden de lo hetero-queer también reclama, algo así como movilizar un devenir queer de lo Queer, devenir imperceptible, el anomal del anormal, que nuestro deseo resista inclasificable, móvil, errante y mutando mutante y que al mismo tiempo no funcione como la coartada para que los heteros puedan estar codo a codo con nosotras sin cuestionar sus prácticas, dado que lo queer permite a-identitariamente que estemos todos juntos en capilla.

¿Cómo? No se nos ocurre otra forma que inventando contra-placeres, contra-sexualidades, amistades políticas. Esto supone, claro, coger con todo tipo de cuerpos, no solo con aquellos que la hetero o la homonorma territorializan como "cuerpos deseables", pero no coger de cualquier forma, coger de las maneras diversas, desgenitalizantes y abyectas. Coger exige un cómo, una ética sexo-afectiva de desprogramación, cuestión de activar, desde la invención de nuevas prácticas contra-sexuales, derivas deseantes que fisuren, micropolíticamente, el orden molar de las identidades que la heterosexualidad como régimen político nos bioasignó. Y al mismo tiempo un “no coger”, un ascetismo reflexivo de los placeres, porque como ya hemos rezado hasta el hartazgo la gran frase de Foucault, decirle que Sí al sexo no es decirle No al poder. Y por supuesto... dejar de ir a las muestras de arte y dejar de esperar nada del mundo de la academia...

¿El postporno era esto?

"... a mí lo que me pone de verdad es la humillación desde el patriarcado...

Echo de menos a X porque él me humilla desde la heteronormatividad establecida.

La forma en la que él me habla y me da órdenes en la cama cuestiona mis posicionamientos políticos en torno a mi deseo. Supongo que cuando se tiene un amo no es tan fácil cambiar y X es mi amo ahora y yo le echo de menos una barbaridad. Porque resulta que me vio cenando con Lazlo en un bar de tapas del Ensanche, qué casualidad, y desde entonces no quiere verme"

María Llopis, miembro de Girls who like Porn en su libro El postporno era esto


* El presente trabajo es un adelanto del libro Foucault para encapuchadas (de. Milena Caserola) by Manada de Lobxs.

Es un hecho que no todo lo que se ve en la pantalla caliente es lo que hay en el mundo del sexo. Mostrar la sexualidad por fuera de lo que el porno propone implica poner frente a cámara eso que existe y no se muestra. Eso que hacemos y nos excitaría ver en pantalla.

Por Laura Milano *

Es un hecho que no todo lo que se ve en la pantalla caliente es lo que hay en el mundo del sexo. Mostrar la sexualidad por fuera de lo que el porno propone implica poner frente a cámara eso que existe y no se muestra. Eso que hacemos y nos excitaría ver en pantalla. Un porno hecho por quienes no entramos en el porno. Un porno crítico del porno, inquietante, corrosivo. Un pos-porno, hecho por nosotros mismos.

El goce crítico

Frente la hegemonía, la reiteración y el agotamiento del relato porno, han surgido otras propuestas que intentan discutir con la industria pornográfica y disputar el terreno que ella ha ganado en la representación de la sexualidad. Estas propuestas son las que se enmarcan en la llamada pospornografía o posporno, siendo esta una apuesta artística combativa que aparece para disputar el sentido que se ha construido sobre la sexualidad en el porno comercial. Estas producciones intentan dar a conocer nuevas representaciones de la sexualidad surgidas desde la disidencia sexual, con una mirada no heteronormativa. Son los sujetos excluidos de los modelos hegemónicos de sexo-género, las multitudes queer, quienes toman la palabra para mostrar aquellas prácticas y deseos que las convocan y que nunca habían sido mostrados en la pornografía comercial. Estos sujetos son los que deciden emprender una crítica al mismo, pero no con los procedimientos y argumentos de la censura sino a partir de la producción de una pornografía diferente.

Rompen con lo sexualmente establecido, esa es la idea base del posporno. Lo que el sexo “es”, lo que nos han dicho siempre que era, lo que se presenta como orden sexual natural, los roles de género y las practicas sexuales definidas como normales (y como complemento, las definidas como anormales) se rompe en mil pedazos en las producciones pospornográficas audiovisuales, performances, fotografías o literarias. La pospornografía amplia el abanico de sexualidades posibles a los espectadores, creando así nuevas representaciones de la sexualidades basadas en los múltiples usos del placer, en la libre expresión de los géneros y en la plasticidad de los cuerpos.

Otras formas de hacer porno

Nacida al calor del feminismo Pro-sex, movimiento queer y la cultura punk, la pospornografía es una muestra de las expresiones artístico-políticas surgidas desde los márgenes de la sociedad contemporánea abocados a disputar los sentidos impuestos y proponer nuevas formas de socialización y producción colectiva. Porque la pospornografía no sólo emerge como un conjunto de producciones críticas que disputan el sentido sobre la sexualidad y la enfrentan al discurso pornográfico comercial; sino que también implica formas de hacer disidentes en las que se ponen en prácticas modos de producción, difusión y consumo vinculados a la autogestión y a la cultura antisistema. Uno de los aspectos novedosos y disruptivos de estas producciones es la metodología que utilizan: hazlo tú mismo y hazlo con otros. Es decir, autogestión al servicio de las nuevas representaciones de la sexualidad desde la disidencia sexual. Este modo de hacer marca la distancia en la modalidad de producción, distribución y consumo respecto al mercado del porno. En la actualidad, esa autogestión puede hacerse técnicamente posible a partir del acceso a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación que le permiten a estos sujetos producir, difundir y consumir pospornografía desde casa y con mínimos recursos.

Pospornografía, aquí y ahora

Si bien la pospornografía ha surgido en Europa y Estados Unidos hace ya más de una década, hoy América Latina es uno de los escenarios fuertes donde proliferan los artistas y las producciones posporno. Tras la llegada de la teoría queer y el posporno europeo a estas tierras- empezaron a surgir tanto del ámbito activista como del campo del arte contemporáneo producciones artísticas críticas al discurso hegemónico del porno y reivindicativas de las disidencias sexuales desde una perspectiva latinoamericana. Lo cual implica que no sólo se retoman las reivindicaciones de las disidencias sexuales sino que también se realiza una producción artística con un desplazamiento geopolítico hacia el sur que examine las relaciones de poder que se establecen entre los centros de arte/academias de los países centrales y de los países periféricos. En este sentido, vale mencionar los trabajos de los artistas Felipe Rivas San Martín (Chile), Felipe Osornio- Leche de Virgen Trimegisto (México), Nadia Granados La Fulminante(Colombia), entre otros. En nuestro país, el posporno también aparece con fuerza y ya ha tenido varios festivales en su honor y varios artistas trabajando en estas experiencias pospornográficas desde el video-arte, las performances, las artes visuales, la poesía. Las potencialidades de la pospornografía en Latinoamérica abren la posibilidad a nuevas formas de activismo sexo-político a partir de las herramientas del arte y claro ésta, del porno también. Vaya mezcla explosiva.


* Bio Laura Milano: Periodista-Investigadora. Publicó algunos de sus trabajos en Página 12, Revista Sinécdoque, Poesía Urbana y otros medios alternativos. Licenciada en Comunicación (UBA), actualmente se encuentra editando su libro sobre pospornografía. Experimentadora posporno en estado embrionario, ha participado como performer en eventos queer, videos y producciones fotográficas.

Describir el modo de experimentar la sexualidad por los hombres en un momento histórico particular indagando las prácticas, objetos y deseos que le corresponden puede resultar una empresa ambiciosa e inacabable, aunque no por ello imposible de formalizar.

Por Florencia Marciani

“Y si no sabemos más gozar ni sufrir con el otro, pues no sabemos más qué es nuestro propio placer, y lo buscamos compulsivamente no como se busca una experiencia placentera, sino como se busca un misterio más allá de lo inalcanzable, frenéticamente, con rabia, con humillación”

Franco Berardi

Describir el modo de experimentar la sexualidad por los hombres en un momento histórico particular indagando las prácticas, objetos y deseos que le corresponden puede resultar una empresa ambiciosa e inacabable, aunque no por ello imposible de formalizar. La dificultad de introducirse en los rituales más íntimos de cada sujeto, de examinar las superficies de los cuerpos, sustratos del goce, de indagar las formas de lo erótico, obliga a recurrir a su versión pública: la pornografía.

El placer colectivo y el sin-sentido

La pornografía (un género literario en sus inicios, devenido virtualidad en el actual mundo posmoderno) no es solamente capaz de condensar los avances técnicos de una época (de informatizarse y replicarse infinitamente en Internet, en su versión más avanzada) sino también de modelar la experiencia que los hombres manifiestan en torno a su sexualidad y al vínculo con el Otro. El porno trasciende la mostración del primer plano anatómico. La pornografía es un lenguaje.

En este sentido, el porno, lejos de constituir un acervo de imágenes y videos para el consumo del perverso, es la forma general que adopta una sociedad obsesionada por la autoproducción de la apariencia, el consumo del sexo, la banalización del erotismo y la vacuidad de los vínculos humanos. Para el sociólogo Christian Ferrer el género pornográfico transmite, además de una cantidad de estímulos placenteros para su público, un mensaje de felicidad compartida. Una felicidad que adquiere, en el plano sexual, la forma más pura del orgasmo. Y lo hace de acuerdo a la promesa de su acceso igualitario sin distinción de sexo, etnia o condición social.  Su profunda familiaridad con el género infantil, donde se manifiesta esta premisa, coloca al porno en un género mayor, un género “idílico”. Los actores porno y los personajes infantiles suelen atravesar peripecias que los devuelven, una y otra vez, a un nuevo estado de equilibrio y armonía, a un momento feliz. La particularidad de la pornografía radica, sin embargo, en su omnipresencia: lejos de limitarse su acceso a la posibilidad de conexión a la Red, la misma interpela a todos los sujetos de manera universal desde esferas diversas que comparten, sin embargo, la insistencia en la exposición y la desnudez.  El sexo siempre ocupa el centro de la escena del discurso público. A veces lo hace de manera burda, a veces mediante insinuaciones, pero siempre delineando un contexto de hiperexpresividad que ya no puede ser pensado a partir de la figura de la represión: la cultura no coarta las libertades eróticas sino que hace hablar al sexo para gobernarlo.

La importancia de comunicarlo todo y todo el tiempo (compulsivamente, como en el porno) sea, tal vez, el rasgo representativo de las sociedades posindustriales. Fue Michel Foucault quien describió la gran empresa de incitación a los discursos propia de una configuración social donde la administración de la vida se alza como objetivo y la sexualidad, lejos de ser reprimida, es permanentemente suscitada. El sexo aparece como el elemento especulativo por excelencia de un dispositivo de sexualidad organizado por el poder que adoctrina y normaliza. Aunque este proyecto de “puesta en discurso” se remonta a la antigüedad, el mismo se yergue como norma general a partir del siglo XVII.

Existe así cierta continuidad entre la confesión sacerdotal, la literatura erótica y la pornografía que circula en Internet como modos a través de los cuales la cultura ha intentado elaborar el deseo sexual. Vale hacer una salvedad: el porno trasciende la representación del acto amatorio. Es, en realidad, un modo de concebir el vínculo social posmoderno, que es fundamentalmente virtual y que se encuentra fundado en la hipercomunicación por la comunicación misma, devenida sin-sentido. El porno muestra y habla, pero no dice nunca nada.

Hipersexualización, deshumanización

Franco Berardi se pregunta qué ocurre cuando el estímulo proveniente del ambiente excede la capacidad de procesamiento de los seres humanos y encuentra que la obsesión es el resultado de la hipertrofia del estímulo. Y en la obsesión siempre está presente la necesidad de realizar un ritual que, como un hechizo, permita mantener unido al mundo.

“Masturbaratón” (como un compendio de rituales autocomplacientes) es el episodio que le permite a Slavoj Žižek, en un intento de deconstrucción de la lógica del mundo posmoderno, ejemplificar los rasgos que adopta la sexualidad en el capitalismo tardío. Se trata de un evento que se llevó a cabo en San Francisco, como iniciativa de una empresa de salud sexual con el objetivo de recaudar fondos. En él, cientos de hombres y mujeres se propician placer a sí mismos en una manifestación de “libertad erótica” la cual es celebrada en comunidad y fogueada desde los organizadores del evento a partir del lema “¡échate una mano!”, en un intento de combatir una cultura que aparentemente suprime la capacidad innata del hombre para el placer. Para Žižek: “La postura ideológica que subyace a la noción del Masturbaratón está marcada por un conflicto entre su forma y su contenido: construye una colectividad a partir de los individuos que están listos para compartir con otros el egoísmo solipsista de su placer estúpido”[1]. La red social Poringa, cuyo lema es “placer colectivo,” es otra muestra de la pretensión de autorregular el deseo sexual fagocitado por el mercado que ha transformado el sexo en una experiencia autista. Es, como dice Bifo, el “acto mudo”[2].

La pornografía en tanto marca de época y en tanto género que nutre desde los lugares más recónditos de la Red  las nervaduras de placer humano, constituye un ambiente de sobre estimulación. Como contrapunto aparece la des-sensibilización, la apatía, la frustración. Todas ellas son psicopatologías que manifiestan la tensión a la cual se someten los hombres que, en su afán de regular el propio deseo, postergan la elaboración emocional del Otro. “El tiempo de las caricias no puede ser acelerado por mecanismos automáticos”[3], afirma Berardi. Son consecuencias de la “demasiasitud”: cierto sentimiento oceánico de eternidad e inacabamiento. No es casual la pregnancia que ha tenido el término “estrés” para resumir patologías típicamente psicosociales. Con él se nombra aquella dimensión de la vida que resulta excesiva y que debe ser objeto de regulación y control.

¿Qué tipo de sexualidad corresponde a este mundo? Un tipo de sexualidad guiada por un mandato que en la posmodernidad regula nuestras vidas en sentido amplio y que puede resumirse en la fórmula lacaniana “¡Goza!”. El éxito social, la conquista amorosa y sexual, el bienestar espiritual son el horizonte, siempre inalcanzable, de una formación social que se pretende democrática en su intento de habilitar vías para alcanzar el bienestar de los hombres, el gran orgasmo colectivo.

La ciberdemocracia y la ilusión de libertad y autogobierno como promesa de las redes sociales son expresión de un capitalismo que padece lo que Berardi denomina sobreproducción semiótica: “Un régimen semiótico puede calificarse de represivo cuando en el mis­mo a cada significante le es atribuido un único significado. Hay quien no interpreta correctamente los signos del poder, quien no saluda la bandera, quien no muestra respeto hacia el superior, quien trasgrede la ley. Pero el régimen semiótico en el que nos encontramos nosotros, los habitantes del universo semiocapitalista se caracteriza por el exceso de velocidad de los significantes, que estimula una especie de hipercinesia interpretativa”[4]. Es el mundo atone de Alain Badiou: un mundo que ya no puede dar sentido a una realidad que se presenta bajo la forma de la multiplicidad[5]. Una realidad tan plural como las prácticas sexuales que subyacen a cada subgénero pornográfico. ¿Y cuál es el fundamento de este caos? La ausencia de un “significante-amo”, un centro, en sentido derrideano, que  establezca un eje en torno del cual organizar el juego de la significación.

Sobre la imposibilidad de amar

“El proyecto milenario masculino, perfectamente expresado en nuestra época por las películas pornográficas, consistente en despojar la sexualidad de toda connotación afectiva para devolverla al campo de la pura diversión, había conseguido realizarse por fin en esta generación. Lo que yo sentía, esos jóvenes no podían ni sentirlo ni comprenderlo exactamente, y si hubieran podido habrían experimentado una especie de incomodidad, como ante algo ridículo y un tanto vergonzoso, como ante un estigma de tiempos más antiguos”

Michel Houellebecq, La posibilidad de una isla

La sexualidad en el imaginario de Michel Houellebecq, como experiencia deshumanizada, se expresa como el efecto no deseado de una revolución sexual que en la década del ’60 pretendió liberar a los hombres alegando el “derecho natural al placer”. El imperativo de goce, acabó, por el contrario, traduciendo la experiencia en la búsqueda compulsiva de una satisfacción alejada de la gracia o la empatía. Alejada del amor.

En La posibilidad de una isla, Daniel sufre la exigencia de los discursos “juvenilistas” que lo llevan a embarcarse en una intensa aventura sexual con una joven actriz porno en un intento de satisfacer las demandas de deseabilidad que le exige la sociedad francesa. Las mismas demandas que introducen a Bruno (uno de los hermanos protagonistas de  Las partículas elementales) en el turismo sexual y los mercados de la carne.

El falso placer compartido de los rituales masturbatorios en San Francisco o de la viralización de videos caseros en las redes sociales es, en realidad, expresión de una inflación semio-erótica y de un aislamiento individual incapaz de componer un suceso significativo para los hombres. Su consecuencia más palpable es la imposibilidad de fundar el encuentro con un Otro, de transustanciar “el placer idiota y masturbatorio en un auténtico acontecimiento”[6].

En este mundo atonal, de hipersexualización y deshumanización, no habría que conformarse con la ilusión de un orgasmo colectivo y de cierto acceso universal a algo que (ya lo sabemos) tiene solo en apariencia la forma de la felicidad.

Bibliografía

  • Badiou, Alain, Lógicas de los MundosEl Ser y el Acontecimiento 2Buenos Aires, Ediciones Manantial2008.
  • Berardi, Franco, “Caída tendencial de la tasa de placer”, en Generación Post-Alfa, Buenos Aires, Tinta Limón, 2010.
  • Ferrer, Christian, “La curva pornográfica. El sufrimiento sin sentido y la tecnología”, en Revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica, número 5, Buenos Aires, verano 2003-2004.
  • Foucault, Michel, “La hipótesis represiva”, en Historia de la sexualidad. La voluntad de saber (tomo 1), México, Siglo XXI, 1978.
  • Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009.
  • Huellebecq, Michel, Las partículas elementales, Barcelona, Anagrama, 2002.
  • Houellebecq, Michel, La posibilidad de una isla, Buenos Aires, Alfaguara, 2005.
  • Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009.

[1] Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009, p. 45.

[2] Berardi, Franco, “Caída tendencial de la tasa de placer”, en Generación Post-Alfa, Buenos Aires, Tinta

Limón, 2010, p. 203.

[3] Idem, p. 207.

[4] Idem, p. 220.

[5] Badiou, Alain, Lógicas de los MundosEl Ser y el Acontecimiento 2Buenos Aires, Ediciones Manantial2008

[6] Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009, p. 45.


 
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