Generando cambio

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Marcar este mensaje LOS CARNAVALES, Y LA FAMILIA DEL DOCK SUR HACE 70 AÑOS PDF Imprimir Correo
Escrito por Ediciones Agua Clara   
Jueves, 19 de Mayo de 2011 00:00

(Recordatorio: En el sigloXIX G.Bosch describió la Gran Aldea en “Buenos Aires setenta años atrás”)

Es el recuerdo o impresión más nítida que tengo de los carnavales.

A los 4 años cuando todavía era mimado por papá y mamá, me disfrazaron de pirata y gané un premio en el concurso del hotel Bristol de Mar del Plata, pero no lo recuerdo, solo conservo fotos de un  pirata gurrumín.

¡Ay que rápido pasaron los años de mimos! Cinco años después era sólo el  furgón de cola que requería atención, aún sin pedirla.

Mi madre ayudaba durante la temporada de verano, hasta fines de marzo, a la abuela en la atención del hotel de Mar del Plata, y yo debía concurrir a la escuela. Me mandaban por esos días, un año a la casa de tíos paternos y otro a la de los maternos, en ambas siempre me  trataron bien, es claro que yo prefería aquellas en la hubiese gente de mi edad, o por lo menos adolescentes.

Eso sucedía en lo del tío Elías y la tía Elfrida, en realidad Elías era el tío menor de mi mamá, es decir tío abuelo mío, que tenía hijos jóvenes. La prima Estela que me llevaba menos de dos años, sus abrazos, el calor de los pechos púberes despertó tempranas sensaciones a mi incipiente libido. El primo Miguel que había ingresado a la  escuela  Industrial, muy interesado en la valoración de su verga, trompa de elefante en comparación con la mía, que lo hacía soñar con algunas clientas de la tienda de su padre, a las que se desvelaba por atender cuando ayudaba en el negocio, después de la escuela, donde no llegó a completar el primer año por vago e inconstante; tenía cierta capacidad pero prestaba poca atención, la trompa de elefante le tenía sorbido el seso.

La prima Dora de diez y nueve años, quizás la más inteligente de los hijos,  se recibió en el Conservatorio Nacional de Teatro, en la época en que lo dirigía Cunil Cabanillas, donde fue compañera entre otros conocidos de Alfredo Alcón. Con la primogénita Regina, más opaca,  tuve menos relación..

La tienda de tío Elías quedaba justo enfrente de la Usina, en la esquina de la Avenida Facundo Quiroga (luego se llamó Agustín Debenedetti, no sé como se llamará ahora) y Paúl Angulo (no quieran saber las rimas que ese apellido merecía). . El local  de chapa acanala-da,  revestido interiormente de machimbre de madera, incluso el techo, resultaba conforta-ble.  Se comunicaba con la vivienda, a la que además se entraba por un zaguán que daba a P. Angulo, construida en parte por la misma chapa y madera, y en parte con material, ladrillos, baldosas, cemento, por lo que el baño brindaba las comodidades de un baño mo-derno, salvo el calefón a alcohol. La cocina de con piso de mosaicos y un artefacto a querosén, era muy amplia y servía de comedor diario, el otro comedor se usaba sólo cuan- do recibían a invitados especiales.

Miguel  tal vez por la necesidad de resultar simpático, de sentirse apreciado, que lo caracte-rizó toda su vida, me hacía su compinche. Con las monedas que rasguñaba de la caja, me llevaba a la  pizzería, previa simulación organizada, yo debía hacerme el dormido y no cenar con la familia, para concretar luego la escapada y la consiguiente francachela.

Los fines de semana íbamos a un cine que quedaba a tres o cuatro cuadras hacia la cancha de Dock sur, en el hall vendían pizza canchera (la de tacho con tomate y ají, sin muzzarella,

que iban cortando  a cuchillo en forma irregular mientras la vendían), sándwiches, bebidas sin alcohol y cerveza, cuyos restos, papeles engrasados  y botellas vacías  el selecto público dejaba desparramados por la sala. La diversión adicional a los gritos y exclamaciones que provocaban las imágenes en blanco y negro, consistía en hostilizar  a las muchachas audaces que concurrían,  aunque fueran ucranianas, o de otra ascendencia, a todas las rubias les decían polacas, y  a la salida eran perseguidas durante muchas cuadras por la selecta concurrencia, con el  objeto de aprovechar su debilidad  e insultarlas, o como nosotros para observar con curiosidad la agresión, no recuerdo que las hubieran manosea-do, la comisaría quedaba  muy cerca.

A pocos metros en la vereda de enfrente por P. Angulo, en el salón de una sociedad de inmigrantes los sabados y domingos organizaban bailes. Pese al control, la palpación de los hombres por policías y la requisa de armas, periódicamente  terminaban en tiroteo, o con algún acuchillado. Eran los tiempos de Barceló, Ruggierito, y el gallego Fernández  que se ocupaban de sacar a los matones de la cárcel.

El tío Elías y la tía Elfrida se llevaban como tortolitos, nunca escuché discusiones entre ellos,

ni una palabra más alta que la otra. Terminado el almuerzo el tío dedicaba un par de horas a jugar al pool o a los naipes, truco, mus y sus variaciones., en el café de al lado. Y los do-mingos iba a la cancha para alentar a Independiente y deleitarse con el gran Arsenio Erico.

Como yo era de Boca, Miguelito me cargaba, Independiente shinco,  un cinco ceceoso,

Boca shero.  Pero el resto de su tiempo libre el tío lo disfrutaba con su mujer, dos o tres no-ches por semana, la llevaba al teatro de revistas, o a  ver algún espectáculo comercial, luego de lo cual cenaban en un restaurante del centro. Esta conducta merecía la sorda reproba-ción de mi abuela quien consideraba que tanto esparcimiento conspiraba contra el cumpli-miento de las obligaciones.

Por esos caprichos del almanaque un año el carnaval cayó avanzado marzo, y  pude maravillarme con la diversión, durante el día las batallas con agua entre ambos sexos, bombitas  llenas de agua que al chocar con fuerza mojaban y dolían, baldazos, mangueras; a algunas mujeres esas batallas contra los varones les debía gustar, porque guerreaban entusiasmadas, con los pies descalzos y la poca ropa pegada al cuerpo por el agua,  destacando sus curvas.

Salvo alguna agresión, o intromisión en patios y zaguanes para empapar al adversario, la cosa no pasaba a mayores,  los rencores se olvidaban pasado el carnaval, y hasta se gene- raban nuevos vínculos.

Al atardecer la cosa cambiaba, los ñiños y jóvenes se disfrazaban, desde un mes antes las

vidrieras y los catálogos publicitarios de las grandes tiendas, lucían los disfraces en venta, bailarinas rusas o españolas, gitanas, piratas, granaderos,  aunque la mayoría de las madres preferían confeccionar ellas mismas los disfraces de sus hijos, por ahorro o para   engalanarlos a su gusto.

Pero en el Dock sur la historia era otra, a las seis comenzaba el corso de Facundo Quiroga. Las comparsas de las agrupaciones carnavaleras lucían sus trajes y coreografías entre la barahúnda sonora, pero lo más interesante eran las creaciones ridículas, los colegiales con mamadera de vino colgada al cuello, xeneizes bigotudos y panzones, osos carolinos, que cada tanto sofocados se sacaban la cabeza para entonarse con un trago de tinto directo desde la botella, y hasta algunos bebes en sus cochecitos con las piernas peludas colgando, empujados por una niñera de barba y piernas de futbolista. Las contorsiones y piruetas de los bailarines aparecían como extraordinarias, propias del circo. A mí me habían disfrazado de chino, confección de la tía Elfrida, como los batones y lencería de mujeres que vendían en la tienda. Me sentía en ambiente con el  amplio blusón y pantalón pijama amarillo, sombrero de coolie y bigotes pintados con carbón, pero no participaba del desfile. Ni falta hacía,  eran miles los que desfilaban durante horas, la mitad de los pobladores del Dock sur, la otra mitad festejaba y aplaudía desde la vereda como nosotros, afrontando el riego del agua perfumada en pomos, o atorados con papel picado  si abríamos  la boca.

Pero el corso no era la única atracción, durante todo el día actuaban las murgas infantiles,

cinco o seis pibes, los humildes gorriones de los barrios, disfrazados con arpilleras y ropas en desuso, que al golpe de latas se contorsionaban, entonando versos picarescos: “Ese que esta ahí, así como lo vé, parece moco verde pegado a la paré”, tachín, tachín, o :” A nuestro director,lo mandamos a la china, por no pagar boleto, metido en una letrina” y el infaltable tachín. Por mencionar las menos procaces,  las subidas de tono eran las más festejadas, especialmente por los hombres en los cafés, que los recompensaban con monedas, cuando el dueño toleraba su actuación. En las casas, recordar a los generosos era parte del “oficio”, después de varias piezas del selecto  repertorio, interpretadas desde la vereda,  en patios familiares, o de conventillos, los recompensaban con caramelos, galletitas, frutas, o  en el mejor de los casos monedas. Los comestibles se consumían durante la jornada, pero el dinero que el director  repartía entre los participantes, daba lugar a discusiones, si se había quedado con mayor parte, o había exagerado los gastos de transporte y naranjín.

Eran tres días de carnaval de alegría y un fin de semana, carnaval de ceniza, más deslucido, con los participantes cansados, o desertando hacia  los  bailes de los clubes donde esperaban satisfacer su ansiedad de amor sexual, alentados por anécdotas sobre mucha-chas que tiraban la chancleta en los días licenciosos.

Años después en otro comienzo de clases, el Industrial de Barracas me quedaba cerca del Dock sur,  recuerdo la curiosa manía de Miguel, por entonces dedicado a la tienda, donde escuchaba el día entero por la radio, a la grandes bandas de jazz americanas, Tommy Dorsey, Duke Ellington, Caunt Bassie, etc. y en un cuaderno llevaba una estadística minuciosa  de las versiones emitidas de cada una, con ranking por día, semana y mes, a la par que se extasiaba  imitando a los instrumentistas durante los solos de trompeta o saxofón.

La mayoría de los vecinos del barrio eran peronistas y la mayoría de los comerciantes opositores. Miguel se vinculó al sector de la juventud radical que apoyaba a  Crisólogo Larralde, en el que cifraba grandes esperanzas.

Con el correr de los años y la respetabilidad que conceden los años, el tío Elías tuvo la satis-facción que lo designaran presidente de la comunidad de su colectividad en Avellaneda, lo que incluía la administración de un modesto templo, para sostener al cual  debía encabezar la lista de donaciones.

Cuando se mudó a un pequeño departamento en Buenos Aires, por la calle Belgrano, yo ya tenía treinta años, dejó la tienda a cargo de Miguel, casado hacía tiempo con una chica de Avellaneda, que les había dado nietas muy despiertas. Regina y Estela también se habían casado, Regina con un electrotécnico de la Usina y Estela, muy joven, con un vendedor de joyas a domicilio, inculto pero con aptitud para ganar dinero.  Dora que no encontró en el país oportunidades actorales, se había radicado en el Brasil donde participaba como corista en revistas y espectáculos musicales, para lo que  tenía especiales condiciones. Desde que era chiquilina en las reuniones familiares, casamientos, compromisos, se hacía ronda para verla bailar. En Brasil conoció a un argentino, el hombre de su vida, luego de varios desengaños. Vinieron a casarse a Buenos Aires,  lo celebraron junto a sus padres en un gran salón, con reiterados hurras  y retornaron al Brasil donde tuvieron dos hijos.

La tienda en manos de Miguel se vino abajo, las casas de chapa y madera en el Dock sur eran muy propensas a incendiarse, el edificio de la tienda, que era alquilado, se incendió. Cobraron el seguro por la mercadería y las instalaciones. Con su parte el tío Elías

cambió su departamento por otro un poco más grande por Primera Junta, y Miguel con la suya instaló una tienda pasando Lomas de Zamora..

Al poco tiempo falleció el tío Elías, antes que se desparramara su familia.

A Miguel no le iba bien, vino a visitarme de improviso, hacía rato que yo no sabía nada de él, sonriente y simpático, como cuando era adolescente, para ofrecerme un negocio que no tenía nada que ver conmigo. Fue nuestro último contacto  conmigo. Se pegó un tiro en la habitación de un hotelucho. Tras reiterados fracasos comerciales, y  devaneos sexuales, había huido de su casa, con una mujer corrida, que le duró lo que una lluvia de verano.

La dictadura militar en el Brasil habían influido en el turismo y los emprendimientos  gastro-nómicos de Dora y su marido Leo,  por lo que decidieron volver a probar suerte en  la Argentina y como en el departamento de Doña Elfrida había lugar…

Leo inspiraba confianza, en una de las fábricas  en la que yo trabajaba, sita en el interior, hacía falta un gerente, lo recomendé y no me defraudo, Dora y sus hijos viajaban a visitarlo todos los meses y permanecían a su lado durante las vacaciones escolares. Desgraciada-mente  a Leo le descubrieron un cáncer extendido, que en poco tiempo se lo llevó. Dora trató de encontrar trabajo en Buenos Aires, pero pasados los cincuenta no le resultaba fácil. Siguió entonces fielmente  las instrucciones  póstumas de su marido, en Israel le resultaría más fácil criar a sus hijos. Como champurreaba varios idiomas, en cuanto llegó la emplea-ron en la recepción de las  sucesivas camadas de inmigrantes.

La tía Elfrida falleció a los noventa años, los últimos diez los vivió con la cadera fracturada.

Esos parientes que de purrete me trataron con bondad, reviven en mi recuerdo al evocar las  imágenes del carnaval en el Dock sur.

 
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