Generando cambio

Generando cambio

El Espacio de Agua Clara... PDF Imprimir Correo
Escrito por Ediciones Agua Clara   
Lunes, 03 de Septiembre de 2012 00:00
DÍAS FELICES (relato ingenuo)
El hombre, el jefe de la familia es una forma de decir, la jefatura la compartía armoniosamente
con su esposa, aunque no lo pareciera cuando discutían , el se ocupaba del bienestar económico y ella del día a día de los hijos y el hogar (tema primordial de las conversaciones matrimoniales), a más de cumplimentar de lunes a viernes con sus tareas como profesora en una escuela técnica en administración de empresas. Fueron  tiempos de bonanza, él había conseguido ganar unos pesos con los que compró casas de alquiler, que le permitirían ¡por fin! dedicar  tiempo a escribir, su relegada vocación.
Hasta se dio el gusto por poco, de hacerse de una miniquinta en Bosques (Ptdo. Florencio Varela) 600 m2, superficie en la que alguien con buen criterio había plantado  maravillosos cincuentitantos árboles  de diversas variedades, una avenida de plátanos que al fondo desembocaba en el cobertizo con servicio, a un costado el parrillero y al otro un rancho de chapas y material, con baño instalado, cocina, comedor, al pasillo lo divididieron en  dos pequeñas habitaciones, para llegar a la segunda había que pasar por la de adelante.
Además había ciruelos, limoneros, granados, arbustos decorativos y cercos de tuya, o ligustro.
Allí pasaron fines de semana y vacaciones, que recordarían entre los más felices de sus vidas todos los miembros de la familia.
A veces durante días hábiles el hombre se refugiaba en Bosques para escribir teatro, las poesías  aún en épocas de trabajo duro no le insumían tiempo, el sentía que le brotaban como agua de manantial.
Durante tres años siguió un curso de dirección teatral, dictado por  Raimondi, ex asistente de Bertold Brecht, quien lo animó a poner en pequeñas salas independientes algunas de las obras que había escrito.
El hijo mayor, Ariel,  por entonces al final de la niñez se integró al piberío del barrio obrero, situado a 50 metros cruzando la barrera. Viviendas precarias en construcción, frutos del esfuerzo de los moradores. Habían formado un equipo infantil de fútbol, al que alguien le regaló un burro como mascota, y que quedó como el equipo del burro, del que Ariel era titular indiscutido porque jugaba con alma y vida. Además no se separaba del perro  una mezcla de policía vagabundo con gran danés, fiel guardián que los fines de semana los iba a buscar, ansioso tras los días de soledad,  hasta el camino a La Plata, donde bajaban del ómnibus.  Le dejaban encargada a una vecina que le comprara  carne, pero vaya a saber. Lo llamaban Poncho, nombre del cuento de Álvaro Yunque, protagonizado por un coetáneo, que a los chicos les había llegado muy hondo.
Un vecino parco y con cara de pocos amigos, alemán, o tal vez croata, criaba patos y gansos, es posible que en algún momento de hambruna Poncho les hiciera una entrada. Él no se quejó pero se la tenía guardada. En verano cuando estaba toda la familia reunida, los desafió pegándole  un tiro de  escopeta al perro. Ariel se desesperó, cargó a Poncho, que pesaba tanto como él, y se tomó el tren a Florencio Varela donde logró que un veterinario lo operara. Volvió al anochecer lloroso por el sufrimiento del animal; gracias a esa atención y al amor del chico Poncho al poco tiempo anduvo de nuevo correteando.
Cuando maduraban las ciruelas, con las que preparaban  compotas y “kissel yugoeslavo”, las hijas, Marina y Diana, con sus amiguitas, organizaban la cosecha y venta de la fruta, cargaban entre todas un canastito y lo ofrecían por lo que les diesen casa por casa, hasta juntar lo suficiente para banquetearse con bebidas sin alcohol y galletitas.
Los días de mucho calor, los padres, Ariel, y las dos nenas, se refrescaban en la pileta del sindicato de Petroleros privados, quedaba a cinco cuadras, atravesando un arroyo de aguas entre limpias y servidas, por puentecitos improvisados de madera. Las instalaciones estaban reservadas a miembros del sindicato e invitados. La mujer exhibiendo su afiliación al gremio docente, consiguió que las autoridades les permitieran concurrir, previo un pequeño pago.
No olvidemos  las bicicletadas hasta donde el diablo perdió el poncho, entre otros lugares al campo donde Guillermo E. Hudson escribió “ Allá lejos y hace tiempo”, o al Río de la Plata por Berazategui, que quedaba como a 25 kilómetros, para añadir el chapuzón a la pedaleada.
Cierto día en los bajos que se arriman al río, Ariel se cayó a un canal no muy limpio, y la inmersión en el Plata lo ayudó a quitarse el mal olor.
Casi todos los fines de semana tenían visitas, los abuelos,  tíos, primos, otros parientes, y como eran hospitalarios, amigos atraídos por la arboleda, el descanso, el mate con factura, la churrasqueada y la conversación entretenida.
Durante un verano el matrimonio consiguió pasajes hasta Ushuaia en un transporte de la Armada, el “Bahía Buen Suceso”, teóricamente, al alcance de cualquiera, pero no tanto, y los chicos quedaron 25 días en Bosques al cuidado de la infaltable Gabriela ¡y de los abuelos! mas rigurosos, o temerosos que los padres, por lo que se quejaron amargamente.
Todo lo bueno que les deparó Bosques desgraciadamente también tuvo su fin , Ariel y luego Marina y Diana cursaban la escuela secundaria, las obligaciones de padres e hijos, les impedía ir a Bosques todos los fines de semana. Poncho despareció y comenzaron los robos. Se llevaban utensilios de cocina, herramientas, los artefactos del baño, hasta llegaron a arrancar las cañerías para vender el plomo, también robaron la antigua máquina negra de escribir que usaba el hombre.
Casualmente mientras él caminaba sin rumbo, boleando mariposas,  sintió el ruido de las teclas, las criaturas jugaban con ella.
Tuvo la pésima idea de hacer la denuncia, de noche debió acompañar a la policía a identificar lo sustraído en diversos ranchos, donde autoridades que lucían  anillos y relojes de oro, maltrataron a pobre gente soñolienta. Como colofón lo llevaron al depósito de los latrocinios, que ellos bien conocían, un galpón repleto de cachivaches usados, donde dormía un disminuido mental. A ese infeliz lo procesaron.
No les quedó más remedio que vender el pequeño paraíso a gente con residencia más cercana, por lo que les dieran.
La felicidad vivida compensó con creces al breve disgusto final.
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