Generando cambio

Generando cambio

Otra Creatividad de Agua Clara... PDF Imprimir Correo
Escrito por Ediciones Agua Clara   
Viernes, 02 de Noviembre de 2012 00:00
VIDA DIFÍCIL 1 de 6 partes (Nacimiento e infancia) Continuará.-                                                              
Me atrevería a decir que mi vida difícil comenzó en el vientre materno, o aún antes, con mi abuela embarazada de mi madre sola en Odesa, mientras mi abuelo acompañaba a su hermano mayor, Miguel a París, socialrevolucionario perseguido por la Ojrana que ya lo había recluido una vez en Siberia (los socialrevolucionarios también fueron perseguidos por los bolcheviques). Lo cierto es que a mi abuelo el ambiente intelectual que rodeaba a su hermano le resultaba ajeno y siguió hasta la Argentina. Aquí consiguió empleo como ebanista en Mir Chaubel, y participó en la instalación de Harrods en la calle Florida. Como era su costumbre, disponiendo de numerario se dedicó al buen pasar con chupi y acompañantes, y se olvidó de mandar el pasaje de llamada. La abuela valerosa, había sido enfermera voluntaria en la guerra ruso-japonesa, se le apareció en el puerto de Buenos Aires cuando mi mamá cumplía 9 meses.
Esa misma abuela se opuso al casamiento de mis padres, que vivían juntos desde un año y medio antes, ofreció registrar al niño casi por nacer a su nombre, y criarlo como a uno más de sus tantos hijos.
No tengo noticias de algún aborto anterior, pero bien cabe la posibilidad que durante mi gestación hubiesen discutido esa posibilidad.
Mi mamá, pese al prejuicio de mi abuela contra los músicos, creía poder encarrilar a mi padre, el amor de su vida, favorecida por el hijo a nacer.
Se casaron dos días antes de mi salida a la luz. El nacimiento del primer nieto fue festejado a lo grande en el restaurante de mi abuelo, como no podía ser de otra manera, bautismo de sangre tradicional incluido.
Al principio fueron todas mieles, yo era un bebe morochito de grandes ojos, muy parecido a él, aunque en la adultez resulté más grandote y tosco. Hasta los cuatro años, en el que fui tratado como un bibelot, vestido en “Les bebés” para lucir en los brazos de un padre elegante, orgulloso de su retoño. Aunque después de las funciones en el Teatro Colón siguió dedicándose a escolasar, o despilfarrar porque los fulleros lo tenían de punto, mientras mi madre seguía trabajando durante la temporada en el hotel de los abuelos en Mar del Plata para cubrír los pagarés y contribuir a sostener el hogar.
Cuando quedó nuevamente embarazada, yo soñaba con un hermanito al que mimaba en sueños, mi padre para satisfacer el líbido que el embarazo entorpecía, comenzó a hacer una parada en el departamento de una “señorita” vecina antes de llegar al suyo.
Tal vez para alejarlo y para contribuir a un presupuesto familiar al que el hombre cada vez aportaba menos, o por espíritu de competencia con sus hermanas que con la colaboración de la abuela estaban instalando un negocio de buen gusto en la Av. Santa Fé, decidió poner una tienda o lencería en Carlos Pellegrini casi Paraguay, a media cuadra del departamento  chiche, que trocamos por las pobres dependencias detrás del local.
…Allí se acentuó el derrumbe familiar, mi papá tal vez añorando  la elegancia del departamentito, dejó de aportar al mantenimiento del hogar, y mamá cansada por la atención del negocio,  la limpieza, las compras diarias y la cocina (recuerdo que en sus visitas a  mi primer grado inferior, el agotamiento se advertía hasta en su vestimenta), comenzó a usarme en tareas que a los seis años no estaban a mi alcance. Depositar en el Banco de Italia  casi a una cuadra, era una experiencia novedosa, pero retirar, previo pago en efectivo,  del barrio del Once mercaderías y llevarlas en colectivo, una tarea superior a  mis años, pero yo no me daba cuenta y las acometía con la alegría de ser útil.
Cuando mamá se convenció  que el negocio en vez de contribuir a la consolidación del matrimonio liberaba de obligaciones a mi papá, y lo entregaba al holgorio, decidió liquidarlo.
Como no teníamos vivienda común, papá se fue a vivir a una piecita en el “Gran hotel Apolo” de la calle Tucumán y nosotros a una salita en casa de los abuelos, hasta que el reuniera lo necesario para alquilar un departamento  y pagar por el depósito de los    muebles.
Yo los quería a ambos entrañablemente, algunos lunes, día franco en el Teatro,        2
iba a  dormir con papá ya en una habitación más grande y me deleitaba aspìrando  el olor de  su transpiración.
Una vez por semana pasaba por la casa de los abuelos para llevarnos a pasear, o al cine. El “Cataluña” quedaba cerca, allí me aterroricé con Frankestein y el Hombre Lobo. Esa noche me dejó dormido en el hotel para darse una vuelta por el “Club musical” u otro antro del escolazo. Me desperté gritando aterrorizado por los monstruos de la película, los vecinos acudieron a consolarme, terror nocturno presente durante el resto de mi infancia.  
Para no prolongar la separación, llegaron a una transacción y nos fuimos a vivir al hotel en dos habitaciones grandes con acceso a un patio terraza, ubicado sobre el local de remates Kotliar. Allí intentando jugar al rugby con otro pibe del hotel, socio del club Banco Nación, me fracturé una pierna a los diez años. Me enyesaron en el hospital Piñeyro, pero como no me recuperaba casi un año después mi abuela me llevó a las Termas de Río Hondo, donde ella alquiló una modesta pieza con baño.
Esos tres meses constituyeron  las vacaciones mejor recordadas de mi infancia, iba a la escuela del pueblo donde me tenían por un prodigio, y mi abuela me cuidaba con un amor poco demostrativo pero constante que no voy a olvidar nunca.
Regresé al departamento que había conseguido alquilar papá a la administración Schindler, miembro de la comisión asesora del Teatro Colón, ya caminaba mejor y pese  al período de ausencia, aprobé el quinto grado.
Mamá cumplía treinta y tres años para festejarlo invitó a la familia a la reciente vivienda. Tuve que ir a buscar al restaurante del abuelo dos cajones cargados con vajilla que pesarían más de quince kilos cada uno, llevarlos caminando una cuadra y media hasta el tranvía, acomodarlos junto al motorman, previa propina, Lugo bajarlos y hacer otra cuadra y media antes de llegar a casa. Las fuerzas no me daban para recorrer más de los ocho metros de una vereda, vale decir que debí hacer treinta o cuarenta paradas, lloroso, empujando los cajones. Pero cumplí mi cometido templándome en tareas que estaban por encima de mis fuerzas.
Los tres años que viví en ese departamento fueron felices, me hice de amigos en la escuela, que luego se prolongaban en la plaza Lavalle, a la vez que varias veces por semana atendía la oficina cercana de una prima Procuradora Judicial, mientras
ella estaba ausente, con un “sueldo” de cinco pesos por mes. Además en  Diciembre me empleaba como mandadero de una casa de regalos, procurando lucir máxima simpatía, para llegar a alguno de los familiares y lograba juntar varios pesos diarios de propinas, más de lo que ganaba por entonces un albañil. Ese año tuve el orgullo de comprarle a las once de la noche el regalo de Reyes a mi hermanita.
Fue el verano de mi lucha por inscribirme en la escuela  Nacional, para luego estudiar filosofía y letras. Pese a distinguirme entre todos los alumnos de la primaria por mis redacciones, no me asignaban ese destino. Debía capacitarme en una profesión rápida que me permitiera contribuir al sostenimiento familiar. Mi maestro de sexto grado quien se lucía haciéndome  leer ante visitantes de la escuela mis poesías y composiciones no me defendió, él dictaba un curso particular de ingreso y los postulantes al Industrial eran sus principales clientes. De nada valió que se acercaran a casa varios padres de mis compañeros insistiendo en que tenía talento para las letras y humanidades. Mi lucha se tradujo en lloriqueos que de poco sirvieron para impedir torcieran mi vocación.
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