Generando cambio

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Escrito por Ediciones Agua Clara   
Jueves, 08 de Noviembre de 2012 00:00
Vida difícil  3  de 6 – Tareas agotadoras antes que beneficios fáciles.
Me mudé a un ranchito construido con bloques de carbonilla ubicado en un descampado de seis hectáreas cercano al aeródromo de Morón y a la estación Castelar.
La primera cuota de la compra la pagué con los cuatro meses de indemnización, que conservé íntegros. Teníamos como única vecina a una vieja con quince gatos y perros en una casilla de latas usadas.
El transporte de nuestros cachivaches (muebles), lo hicimos parte en un carro y parte en un camioncito del año 30.
Mi mamá desesperada por la pérdida de su principal apoyo, agregó su intemperancia a las dificultades propias de nuestras carencias.
Con ayuda de un albañil, al que le servía de peón, mientras mi esposa se estrenaba en la práctica culinaria, la paga incluía la comida, en sábados y domingos procuramos cubrir las deficiencias más grandes, y mejorar el aspecto ruinoso.
Una familia amiga, asociada a una fábrica por Paternal,  me ofreció empleo como laboratorista y encargado del control de calidad de la galalita, antiguo plástico (inmersión en formol de planchas de caseína) usado en la fabricación de botones para vestimenta femenina,  mecanizados como si se tratara de madera.
A los pocos meses descubrí algunos motivos parciales de la decoloración interior de las planchas, que reducía su valor. Engrosaron mi sueldo con unas monedas por kilo producido, lo que lo elevaba bastante. A su vez mi compañera consiguió trabajo como contadora en una fábrica de piñones para bicicletas por Morón. Entre los dos lográbamos ahorrar una suma mensual suficiente como para ir pensando en vender y volver a mudarnos a la Capital.
Cuando quedó embarazada de mi primer hijo y en avanzado estado de preñez rindió la última materia, se recibió de Contadora Pública Nacional, el acto de entrega de los diplomas significó alcanzar  una meta, para ambos.
Simultáneamente con el nacimiento de nuestro hijo, vendimos la casita del descampado, y con lo que nos dieron pagamos la cuota inicial de un departamento de planta baja, por Palermo Viejo, entonces un barrio sencillo, repleto de talleres. En un terreno que ocupaba el centro de la manzana treinta departamentos como el nuestro, tres habitaciones, patio, cocina,baño instalado, una habitacioncita en entrepiso y terraza, que  colmaba nuestras aspiraciones, sin arredrarnos por las tres cuotas hipotecarias anuales.
Fue entonces cuando me fue a buscar el Jefe de Despacho y un  ex encargado de la Refinería, para que nos hicieramos cargo de la reinstalación de una refinería perteneciente a la más antigua fábrica de aceite del país, La  Lechuza, superviviente desde 1850 y que por esa  fecha daba las últimas bocadas.
Había sido adquirida con una porción de terreno por unos envasadores de aceite        
en expansión.
El desafío me atrajo, abandoné la tranquilidad de mi empleo, me ofrecían mayor sueldo, para lanzarme a una aventura que me implicó dificultades y  grandes sacrificios.
Al tiempo nos enteramos que el dueño de la envasadora de aceite era a la vez capitalista de juego, y más allá del negocio de la compra retaceaba el dinero necesario para la instalación.
Con mi compañero, el ex encargado de la Refinería, estábamos en un brete, o culminábamos la instalación, o quedaríamos como incapaces.
Eran miles de metros de cañerías, a más de las válvulas y accesorios necesarios. Los conseguimos recorriendo decenas de cambalaches suburbanos.
Durante  el día dirigíamos a los 40 ó 50 peones, mechados con algún cañista o plomero, y por la noche desarmábamos, y acondicionábamos  los elementos necesarios para la instalación del día siguiente.
Volvía a mi casa una o dos veces por semana, con las manos hinchadas por la dureza del trabajo. El cansancio era tan grande que a veces no llegaba al dormitorio y me quedaba dormido en el patio.
Estábamos acercándonos a las pruebas de fabricación, el régimen de comidas para sostenernos se basaba en mate y ginebra, todo lo cual me provocó una gran úlcera al duodeno. Tuve la suerte de que me tratara ese gran médico que fue el Profesor Emilio Troise, quien logró sacarme del brete, solo me revisó una vez pero siguió comunicándose por cartas en las que inquiría sobre mi estado y me daba instrucciones.
Logramos que la refinería más o menos caminase. Comenzamos las elaboraciones durante el gobierno de Frondizi, el aceite de girasol subió de precio desde tres a treintitantos pesos, le ofrecí al capitalista de juego comprar  aceite crudo a la firma Safra,  con contrato de la Bolsa de Cereales,  300 ton. de aceite de girasol crudo a 12 pesos el kilo , a los pocos días valían 36, la diferencia era una fortuna, desde ese momento también delegó en mí las compras de aceite crudo y otras operaciones comerciales. Cuando los precios se estabilizaron, y la diferencia ya la había hecho, al capitalista de juego la refinería dejó de interesarle.
En el ínterin  alcancé a celebrar un contrato por otras cien toneladas a nombre de un viejo administrador de compañías teatrales Don Enrique, que usaba sombrero Orion  e iba prolijamente vestido, quien a cambio de una comisión firmó un contradocumento a mi favor.
Como el envasamiento del capitalista de juego no absorbía la producción de la refinería, convine con la firma Ybarra refinarles aceite crudo con un margen exiguo de beneficio, suficiente para seguir funcionando sin suspender ni despedir al personal.
El capitalista de juego me mandó llamar a la administración para increparme por ese escaso beneficio,  traté de hacerle ver la conveniencia de continuar trabajando, pero el tenía otros planes. Sin mediar palabra se me vino encima y me tiró un tremendo trompazó que eludí, la fuerza de mi contra unida a su empuje lo enterró en el hueco de un escritorio de hierro. Hubo que sacarlo cortando el escritorio con soplete.
Inmediatamente se presentó un abogado con el que acordé retirarme a cambio de recibir seis cheques por el importe de los largos meses de sueldo que me adeudaban.
Mi compañero el encargado de la refinería prefirió quedarse, esperanzado en los grandes beneficios que podría obtener él solo, aunque por el momento carecían de aceite crudo propio para seguir elaborando.
Dado mi conocimiento del mercado, instalé una oficina de planta baja en la habitación  más grande del departamento de la Administración Schindler por el Once, en la otra seguía viviendo mi tío. Continué usando el nombre de Don Enrique a cambio de una moderada retribución, que incluía su colaboración de a ratos, para realizar los pagos a las fabricas proveedoras, o acompañar la entrega de aceite a envasadores.
Mi perspicacia para comprar y vender lo transformaron en  un negocio muy rentable, algunas semanas  se llegaban a ganar hasta cinco mil dólares.
Pero la actividad  intermediaria y especulativa me resultaba insatisfactoria.
A todo esto varios meses después  al crápula capitalista de juego, que no había vacilado abandonar a su familia con un hijo inválido, por una joven vividora, concretó el objetivo premeditado: presentar la refinería en quiebra.
A mi ex compañero no le pagaron los sueldos adeudados. Conmigo aplicaron otro criterio, aún después de la quiebra el banco siguió pagándome los cheques ¡lo que pudo un puñetazo afortunado!  
Escarmentado por no haberse retirado conmigo, mi ex compañero buscaba la forma de que siguiéramos juntos. Le presenté la liquidación de lo que le correspondía por el beneficio de las cien toneladas de aceite compradas a  nombre del viejo Enrique. Pero él insistió en que instalásemos otra refinería.
El ex Jefe de despacho de aceite de la fábrica en la que había trabajado como laboratorista, se enteró de una pequeña, para aceite de pescado, que Dreyfus había importado e instalado en Mar del Plata pero nunca puesta en marcha.  Con algún cambio podía adaptarse a la refinación de aceites vegetales.
Mi disposición al trabajo productivo, a la reactivación de bienes paralizados, y el rechazo de la intermediación especulativa, me llevó a abandonar una actividad comercial que producía pingues beneficios, con los que hubiera podido dedicarme a escribir,  mi vocación  primigenia.
El emprendimiento marplatense, después de varios años de esfuerzos, terminó en un fiasco, entre otras razones, además de la pequeñez e insuficiencia de la refinería, por la desgraciada voladura de la caldera, perteneciente a la firma Casimiro Polledo, quien nos alquilaba el local, ingenieros corruptos la hicieron pasar por nueva, cuando en realidad sólo tenía de nueva la envoltura y provenía del desguace de un antiguo remolcador.
En definitiva Polledo presidido por abogados de un gran “estudio”, se quedó con nuestro seguro, habíamos perdido como treinta mil litros de aceite, y el encargado de ventas  minoristas, junto a un operario infiel, con la ayuda para las compras a granel de Don Enrique, a quien cuando me fui  de Buenos Aires dejé injustamente sin trabajo, vieron la oportunidad de alzarse con la clientela.
Vendimos las maquinarias de la refinería y mi socio que se sentía perjudicado porque sí se quedó con el importe de la venta.
Pero no me deprimí, por el contrario, me habían seducido ofreciéndome la adecuación y puesta en funcionamiento de la Usina Deshidratadora de Entre Ríos, una sinfonía de equipos importados de acero inoxidable, integrados a otros construidos deficientemente por ingenieros entrerrianos.
Además seguía disponiendo del departamento de planta baja en Palermo viejo para vivir con mi mujer y mis hijos, lo que era preferible a las seis o siete mudanzas previas y posteriores a cada temporada en Mar del Plata
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